martes, 7 de septiembre de 2010

Mi noche triste - 1er. premio Municipalidad Cañada de Gómez

MI NOCHE TRISTE
- >La guitarra, en el ropero/ todavía está colgada. Nadie en ella canta nada/
ni hace sus cuerdas vibrar - Esa vez vinieron García, el Topo y Pereda, ¿te conté, Anita?
- Si, ya me contaste, papá – Anita se corrió el flequillo negro de los ojos, y siguió con el diario.
- El Topo salió con dos dientes menos, del esquiafo que le pusieron de zurda, la boca le sangraba tanto que pensamos que había sido un golpe interno. No, no era García, creo que era Albariños que vino esa vez. Porque la pelea fue por la novia de él, ¿te conté?
- Si, ya me lo contaste mil veces, fue García, no Albariños.
- Ah, sí, García. Era muy linda la novia, tenía…
- Unos ojos así de grandes y el pelo enrulado. Lo podríamos contar a coro, papá – Anita levantó las cejas, y los ojos al techo.
- Sí, cómo te acordás, parece que la hubieras conocido.
- Me lo contaste un montón de veces, papá. ¿Me dejás terminar de leer el diario, que me tengo que ir a las 9?
- Sí, perdón, nena, es que me acuerdo como si fuera hoy de esa pelea. Los de la barra éramos muy unidos, inclusive habíamos pensado hacer un conjunto de tango, porque yo cantaba muy bien, ¿te conté?
- …
- No me contrataban porque cantaba el Cholo Antúnez, amigo del dueño, que estaba de novio con tu madre en esa época. Era hermosa tu madre, tan rubia. Éramos los únicos rubios de la barra, nosotros y el Tano Passerini. Yo ya le había echado el ojo, y ella también me miraba, pero había que tener cuidado, el Cholo era bravo, de andar con cuchillo. Un negro grandote, con una mancha negra al lado del ojo, un pirata con parche parecía. Cuando cantaba Mi noche triste, las parejas no bailaban, lo escuchaban con la boca abierta, lo aplaudían, le pedían bis. “Percanta que me amuraste/ en el umbral de la vida/ dejándome el alma herida...
- Shhhh!
- Guarda que yo cantaba bien, pero él era amigo del dueño. Cuando tu madre le colgó la galleta, el quía desapareció. No lo habrá podido aguantar, y yo, que no era ningún gilastrún, y, así como me ves, tenía mi pintusa, enseguida le hablé. Era lo que ella estaba esperando. Decí que las cosas después se apuraron cuando quedó embarazada, así que nos fuimos a vivir a lo de mi vieja.
- Si, y la abuela no la quería a mamá, así que nos tuvimos que mudar cuando nací. Ya está, papá, ya te lo resumí, me tengo que ir. Cerrá bien, preguntá quién es si llaman.
Ana se mira en el espejo, se saca el flequillo de los ojos, se pone un poco más de maquillaje para disimular la mancha oscura, y se va a trabajar. Cierra la puerta y suspira.

lunes, 5 de julio de 2010

2º premio Relatos Cortos Medievales HdH, España


LAS MARIPOSAS Y LA LLAMA

Las mariposas, tentadas por la atracción de la llama, vuelan adelante y atrás, cada vez acercándose más y más al fuego. En un primer vuelo, una mariposa revolotea cerca de las llamas de un fuego y sólo se quema un ala. Pero la tentación del fuego es demasiado grande. Revolotea cada vez más cerca y se quema otra parte de sí hasta que al final se quema totalmente. Ellos, los que no se enmiendan, llevados por el pecado acabarán por fin en el fuego como mariposas.
P. Pedro de León, jesuita, 1592

Nunca me había gustado entrar en la cocina. Creo que mi madre entraba solamente para vigilar lo que hacían las dos criadas, holgazanas y sucias. Era un lugar con olor a rancio, a grasa, a frito, a cebolla. Todas las superficies tenían una capa pringosa y oscura. Supongo que no servía lavarnos las manos con agua y tomillo antes de comer.
Mi padre protestaba, siempre lo mismo, una escudilla de arroz, calabaza, lentejas, esto no es una comida de nobles, y mi madre, que tú sabías que yo no sé de cocina, que estas criadas grasientas no saben, que no consigo una cocinera. Pues bien, dijo mi padre, conseguiré yo.
Y al poco tiempo hubo novedades. Por la puerta entreabierta de la cocina, vi un joven de espaldas muy derechas, ropa que no parecía la de un criado. En su mano tenía un pañuelo, que se llevaba al rostro a cada minuto.
Estaba hablando con mi padre, que le sonreía. Yo le miraba la espalda. Contestaba las preguntas con voz suave. Mi padre parecía complacido, le mostraba unas verduras y él asentía, le mostraba una perdiz y él la hacía girar en sus manos blancas con aire de entendido. No me hice ver, pero estaba ansiosa por hablarle.
A mi madre no le gustó. A las criadas menos. Se burlaron de sus ropas. Presuntuoso, dijeron, celosas. Pero hubo que admitir que ya el primer día la comida fue diferente y la cocina, de a poco, fue mostrando los colores que la grasa y el hollín habían ido usurpando, opacando. Él era prolijo y rápido.
Esa misma semana, aproveché un momento en que estaba solo en la cocina, y entré a buscar una fruta.
- Debes ser Diego – le dije con mi mejor sonrisa – estuvo muy buena la cena de anoche.
- Y tú debes ser Dolores. – Mi nombre rodó por su boca, y explotó como una uva dulce.- Me gusta tu vestido.
Mi vestido verde me quedaba muy bien, era cierto, pero me sorprendió su halago.
- ¿Le han puesto municiones en el dobladillo? - preguntó.
- ¿Y cómo sabes tú eso?
- Estuve trabajando antes, de sastre, y para que el vestido no se levante con el aire, las mujeres me hacían poner municiones – Seguía adobando el cerdo sin mirarme – Si quieres te lo arreglaré, Dolores.
Mi nombre rodaba redondo en sus labios, reventaba como los granos de maíz dulce al morderlos.
Tan distinto a mis hermanos, unos brutos que se pasaban jugando a los naipes y bebiendo, en lugar de trabajar en el negocio de mi padre.
Pasaron los días, yo iba a la cocina con frecuencia. Mi madre andaba enojada con Diego, con mi padre, con todos. Se negaba a ir al mercado con Diego a elegir la verdura. Entonces él salía con mi padre, cosa inusual, ya que la compra era asunto de mujeres. Venían con las alforjas cargadas de langostas y conejos, limas dulces, maíz, agraz y jengibre, miel y canela.
Mi padre se jactaba de haber conseguido al mejor cocinero, y mis hermanos se reían a sus espaldas, pero comían con ganas la carne bien condimentada, el manjar blanco que nunca faltaba después de las comidas.
Cuando yo iba a la cocina con cualquier excusa, hablábamos de América, de las galeras; mientras, él lavaba, picaba, aderezaba, pelaba, y el rítmico chac chac del cuchillo en la mesa, la ácida canción del cuchillo sobre la madera, la canción del cuchillo sobre la carne brava, y el sabroso olor de la cebolla en el aceite, el picante aroma del jengibre.
Una mañana fría, lo vi de espaldas en el patio, sin su camisa, lavándose. Me quedé absorta: por su piel cruzaban en diagonal mil cicatrices rojas de látigo. No entendía cuál podría haber sido su castigo, pero no pude preguntarle, no pude decir que lo había visto lavándose.
Pero un día me contó que estaba en Cádiz esperando lugar en las galeras para irse. La respiración se me ahogó de sal de mar, de olor a pescado, de desesperación. Cuando le pregunté el motivo, me dijo que había sido castigado por el tribunal, que debía cumplir tres años de remo sin sueldo en galeras. Que su sueño era llegar a las Indias, quedarse un tiempo, hacerse rico, tener un nombre nuevo, y volver con oro a España. No me quiso decir cuál había sido su crimen, que yo era muy niña, dijo, que no lo entendería. Había bajado la voz tanto, que se mezclaba con la fritura. Nos quedamos en silencio mirando la sartén, cada uno con su vida distinta.
Una vez me dijo que estaba muy agradecido con mi padre, que, gracias a su amistad con el fiscal Núñez Prado, había logrado anular la pena de las galeras, y cambiarla por penas espirituales solamente. Pero que continuaba pensando en ir a las Indias.
Entonces entró mi padre.
- Vete niña, ¿qué haces en la cocina? Vete, vete. – A mi padre no le gustaba verme allí. Desde que estaba Diego.
Cuando me iba, escuché que le decía, con voz muy queda:
- Te he traído el regalo que me pediste, Diego.
Al poco rato escuché que salían hacia el puerto. Irían a comprar pescado para la cena. Los miré por la ventana: Diego iba bien vestido porque mi padre le regalaba las ropas que él ya no usaba, por lo que parecía un principal.
Entré en la cocina. Había hogazas recién horneadas. Al lado, un envoltorio a medio cerrar. Diego había olvidado el regalo sobre la mesa. Lo abrí con curiosidad: un abanico de madreperla. Sentí un peso en las sienes: si Diego le había pedido un abanico, era porque tenía una mujer a quién dárselo. Y a estas alturas, yo estaba convencida de que lo amaba. Y algunas esperanzas abrigaba, porque él se fijaba en mí. Qué bonitas zapatillas, decía, o qué bien te queda ese color con tu cabello. Y yo me quedaba mucho tiempo deleitada, pensando en su frase. Nuestro amor era imposible, que no se lo podía contar a nadie. Mis padres nunca lo aceptarían.
Los vi irse ese domingo. No había ido a Misa con mi madre, porque estaba algo indispuesta. Me sorprendió ver a Diego con un calzón de terciopelo negro que nunca le había visto. No parecían irse de viaje, ni se despidieron. Tal vez hubieran hecho sus petates antes, porque mi madre no encontró la ropa de ninguno de los dos. Se llevaron los caballos.
El miedo, el escándalo oscuro y la soledad nos pesaron a mi madre, a mí y a mis hermanos cuando ellos se fueron. No le importaron a mi padre nuestro sufrimiento ni la mirada de nuestros vecinos. Quizá ni se imaginó que el cura hablaría con intención durante la Misa, de la pena de la Inquisición de quemar a las mariposas. Quizá se sintiera amparado por sus amistades. Mi madre salió llorando de la Iglesia, y nunca regresó a ella.
Supongo que se quedó tranquilo porque mis hermanos se encargarían de sus negocios cuando él no estuviera. Y fue así, tuvieron que crecer a las apuradas, aprender de golpe lo que mi padre quiso enseñarles durante mucho tiempo.
En cuanto a mí, tragué sola el desconsuelo durante muchos meses, tratando de esconder las lágrimas que caían sobre los guisados de lentejas que volvió a cocinar la única criada que pudimos mantener.

domingo, 31 de enero de 2010

EL GUARDIÁN DE MI VOZ

El guardián de mi voz
acalló mis palabras.
Y quedaron adentro.
El guardián de mis ojos
detuvo mis miradas.
Y quedaron adentro.
No pudiste escuchar
ni el silencio de mis ojos
ni la sangre de mis palabras.
Que quedaron adentro,
envenenándolo todo
como hace la sangre
cuando queda guardada.
Gloria Viviana Echeverría
Argentina
1.

Con este poema participo en el segundo Concurso de Poesía de Heptagrama

martes, 26 de enero de 2010

LAVANDERAS
(Primer premio SADE Lanús 2009)

Las lavanderas saben todo.
A Mercedes y a Josefina les gustaban los días de lluvia, porque Adalgisa no iba a lavar al río. No hacía falta decirle que les cebara mate en la salita, traía la bandeja de plata preparada, se sentaba en la banqueta y empezaba a hablar. Los ojos saltones blanqueaban su negrura cuando los revoleaba. Se reía con una sonrisa roja y blanca que le dividía la cara en dos partes. No podían dejar de mirarla, pendientes de sus palabras. Y a pesar de que los negros no eran importantes para la mayoría de la gente, acá, desocupada, yo tengo tiempo de pensar mucho, y me preguntaba qué sentiría, si se habría olvidado de sus padres, de su país, porque siempre estaba contenta y daba gusto estar con ella. Las negras que teníamos eran buenas, sobre todo las que habían sido amas de leche se encariñaban mucho con los niños.
Rosario también la escuchaba ávida. Esos días se rompía la monotonía de la casa grande, chismes, comentarios, risas, pero siempre le recomendaba que fuera discreta con lo que pasaba en la casa.
- ¡Ay, mamá, si acá no pasa nada! – le decían mis nietas, entre risas.
Yo no intervenía. Sentada en mi butaca, sin poder moverme por mis piernas, tenía lástima de mi pobre nuera, y hacía como que no me daba cuenta de sus ojos enrojecidos de llorar. En la familia no se hablaba de esto. Carlos cambió mucho desde ese último viaje que hizo, y ya van muchos años de esto. A pesar de que nadie le daba importancia a las negras, que iban y venían, atareadas por la casa, a ella la habían visto muchas veces llorar sola en la sala de costura. Nadie le preguntaba tampoco sobre los moretones que a veces tenía en los brazos. En pleno verano ella andaba con el mantón puesto para disimular, pero había noches que se escuchaba de mi dormitorio los gritos de Carlos, y yo sufría. ¿Qué había hecho Rosario para merecer esto? Yo sospechaba que mi hijo descargaba sus furias en ella porque era sumisa, no porque mereciera nada.
Rosario no creía en los encantamientos africanos, era muy devota de la Vírgen de la Merced, y el cura las prevenía en misa de esas brujerías. Y las negras eran obligadas a escuchar misa los domingos.
Cuando Adalgisa contó que los Aguirre Cowley habían hecho traer vajilla de loza de Europa, y ella le sugirió a Carlos que no era igual la platería, mi hijo se rió y le dijo que no les hacía falta. Rosario habló con Adalgisa.
- Quédese tranquila, amita, yo me encargo de don Calos.
Calos le decía ella.
La negra no prendía velas ni nada de eso. Se limitaba a entrar en la biblioteca cuando Carlos estaba solo, y salía al poco tiempo con su gran sonrisa de sandía. Él salía de muy mal humor. Pero en unos meses, los platos de loza inglesa relucían en la mesa.
Cuando Adalgisa contó que el sastre les ponía municiones aplastadas a martillo en el ruedo de los vestidos de las de Álzaga, para que no se levantaran cuando caminaban, también hubo que recurrir a la negra para cambiar de sastre. Carlos siempre decía que no al principio, pero la negra le “hacía el encantamiento”, como ella decía, y lograba el cambio.
Todavía me acuerdo cómo llegó Adalgisa. Fue en el último viaje que hizo Carlos como capitán. Y me enteré de los detalles por las lavanderas, que saben todo, porque a las mujeres no se nos contaban estas cosas.
Ya se había prohibido el comercio de negros en el Río de la Plata, pero Carlos tenía amigos en la Aduana, por algo era una persona importante. Pero su negocio era el contrabando. El barco traía negros y mercancías: diamantes de Africa, plata del Alto Perú, todo lo que pudieron cargar. Los negros, grandes y chicos, hacinados en las bodegas, la mayoría enfermos por el largo viaje, la temperatura, el amontonamiento, la suciedad, encadenados. Siempre se anunciaba un barco negrero, por el olor que, desde el mar, llegaba a Buenos Aires. Cuando encallaron, sabían que llegaría un barco del puerto de Buenos Aires a rescatarlos, y eso no le convenía a Carlos. Se sabría del contrabando, y no le servirían sus influencias para evitar el castigo y la deshonra. Se tenían que deshacer de parte de la carga para desencallar el barco y seguir, primero a Montevideo, y luego a Buenos Aires. Y entre los negros y la otra mercadería, Carlos decidió eliminar a los negros, que le rendirían mucha menos ganancia. Fue un caos, los esclavos no sabían qué pasaba, desencadenaron a los más débiles, mujeres, niños. Sólo dejaron varones jóvenes, los que les rendirían más en la venta del Retiro. Los demás fueron al agua. Quién sabe cómo se dejaron olvidada a Adalgisa, arañita negra, puro huesito y ojos de miedo, debe habérseles quedado escondida en algún rincón, y por alguna razón Carlos se la trajo. Llegó a casa prendida de los brazos del mulato que siempre lo acompañaba en los viajes, y fue dejada a cargo de las otras negras del servicio de casa. El ama de leche de las niñas la amamantó como si fuese un bebé más, a pesar de que tendría como cinco años. Yo creo que por eso salió adelante. La hicimos bautizar, pero nadie la llamaba por su nombre cristiano. Las negras le pusieron Adalgisa, y le deben haber enseñado las canciones y la religión de África.
Extraña influencia tenía en Carlos. Él no se sentía cómodo en su presencia, casi no hablaba cuando estaba ella. Raro, porque tenía una tendencia a moralizar y enseñar, las buenas costumbres, la honradez, la verdad, el amor al prójimo, ser buen vecino, ser buen cristiano. Mis nietas, Rosario y yo escuchábamos aburridas esa repetición, pero si llegaba a entrar Adalgisa, cambiaba el tema, les preguntaba a las hijas cómo andaban con las lecciones de piano, o nos preguntaba qué que comeríamos hoy, o del caballo nuevo que compraría para el coche.
A las mujeres no se nos hablaba de las actividades comerciales. Los hombres se reunían y hacían sus negocios a solas, en el escritorio, pero las negras iban y venían, sirviendo las bebidas, casi invisibles. Y parecía que no entendían nada. Pero las lavanderas sabían todo, se enteraban de todo.
Mucho tiempo después que se fuera Adalgisa, nos enteramos por ellas porqué se fue. Ella nos había dicho que se casaba con Benito, que había podido juntar los cuatrocientos pesos para pagar su libertad.
Pero las lavanderas sabían todo. Carlos, tan fuerte, tan católico, que nunca le tuvo miedo a la ley, le tenía miedo al vudú. Y estaba convencido del poder de la negra, por eso tenía miedo hasta de venderla, como siempre quiso. Él creía que sus dolores de estómago habían sido producidas por ella y sus muñecos pinchados, sus velas. Y cuando ella fue al escritorio la última vez, le pidió la libertad para casarse con Benito, le pidió que le pusiera una casa en los arrabales, y una renta mensual, Carlos, de muy mal humor, se lo concedió.
- Y además, Don Calos, usté no me le pega más a doña Rosario – dicen que le dijo – Yo sé muchas cosas de usté, del contrabando, de la aduana, que no le conviene que se sepan. Pero quédese tranquilo, que si usté se porta bien, no hablá más encantamiento.
Carlos está mucho más tranquilo, no tiene tanto dolor de estómago. Rosario no llora más. Extrañamos mucho a Adalgisa, pero cada tanto, cuando no está mi hijo, mandamos el coche a buscarla, y pasamos la tarde escuchando los chismes de las lavanderas.

ANTONIETA

Antonieta
(Antología Concurso Internacional de Cuento Breve, Méjico, agosto 2008)
Antonieta

Pobre Tieta, estás acá en el cajón y cada tanto alguien se te acerca. Sólo se te ve la cara y las manos. No hay mucha gente en el salón. Tu hermana, tu sobrino, alguna gente que no conozco, algunos ancianos, como yo, del geriátrico. En un rincón, con la mirada perdida en el piso, un anciano moreno, y robusto, melena blanca, bigotes y labios gruesos, llora en silencio. Tiene una camisa guayabera de colores.
A mí me entretenía mucho escucharte hablar cuando venía Leonora a verte, casi la única, aparte de Ricardo tu sobrino, que te visitaban en el geriátrico. Mi hijastra, decías, hija del primer matrimonio de mi marido.
Leonora casi no hablaba, asentía, te sonreía, porque a vos te gustaba hablar, y como escasamente escuchabas, era inútil.
A pesar de que repetías todo muchas veces, era interesante porque lo contabas con variaciones, con agregados. A mi me encantaba sentarme cerca, escuchaba todo e intentaba adivinar cuál era el relato verdadero. No hay mucho que hacer en un geriátrico, y no se puede hablar con todos. Somos dos o tres los que estamos más o menos lúcidos, así que no importaba la gravedad o ligereza de los hechos, nadie juzgaba.
Así que yo me dedicaba a sentarme cerca de ustedes a tejer y escuchar los cuentos, haciéndome la desentendida para no parecer una chusma. Después armaba en mi cabeza el rompecabezas difícil, porque saltabas épocas, volvías a sus tiempos de pastora de cabras en Agreste, cuando tenías qué, trece, catorce años, mirando con un desasosiego nuevo al chivo Inacio montar a las cabritas. Era la época en que le escapabas a la escuela y al bastón de tu padre, en que preferías el monte y la libertad, a los trabajos de tu casa y a la religiosidad áspera de Perpetua, que hacía de madre con satisfacción de mando.
En este momento, Perpetua se acerca al cajón, se pone frente a mí, y me mira con aires de dueña. Mira también al anciano que llora en el rincón. Desentona su camisa colorida.
Otros días hablabas de tus pupilas en San Pablo. Al principio creí que eras profesora, maestra, pero como tus pupilas te decían “madame”, fui tejiendo la otra historia, la que vino después de tus escapadas nocturnas por la ventana para encontrarte con el vendedor ambulante que te hizo mujer en el monte, a la fuerza y no, porque ansiabas el momento y no. Perpetua te delató a tu padre, y Zé Estéves te dio tantos golpes con el bastón que se le partió, antes de echarte a la calle, de que el vendedor ambulante te llevara a San Pablo y te dejara allí. Tan joven, tan hermosa, tan pobre.
¿Qué era verdad y qué fantasía de lo que contabas? Que hiciste tanto dinero en San Pablo que podías enviar un sobre todos los meses a tu padre y a Perpetua para sus gastos. Que ellos creían que estabas casada con el comendador Cantarelli. Antonieta Esteves Cantarelli, decía Ze Estevez, llenándose la boca con tu nombre, y alabando tu generosidad de hija, poniendo celosa a Perpetua. Habían perdonado tu afrenta de cabrita desatada, gracias al sobre mensual.
Otros días hablabas de tu sobrino Ricardo, el hijo de Perpetua, a quien pagabas los gastos del seminario. Mi curita, le dijiste cuando te recibió en la parada del colectivo, el día en que después de veinte años, volviste a Agreste. Ricardo estaba de vacaciones en su casa, y dormía en el dormitorio contiguo al que te destinaron.
Ricardo está ahora junto al cajón, llorando, y te pone una flor blanca en las manos blancas. Veo un rapidísimo fulgor de odio en sus ojos cuando ve al anciano de bigotes, que lo mira.
¡Cómo hablabas de Ricardo! Con tristeza y con amor, con pasión y culpa que no era tanta por vos, sino por la confusión de él, debatiéndose entre el amor y el deseo a su tía, y el fin de su vocación religiosa, inculcada por su madre a causa de una promesa que había hecho, y que ya no se acordaba porqué. Ganaron el amor y el deseo, y él y vos hacían viajes en el ómnibus hacia la ciudad cercana, y vivían un fin de semana encerrados en un hotel, hasta que Ricardo dejó el seminario.
Perpetua nunca te lo perdonó, Tieta, pero seguía aceptando su sobre.
Entonces hoy deduzco mucho odio. Por eso lo miran al anciano, que provocó tu violación por el viajante, que te echó del pueblo de Agreste, que creó la casa de citas en que fuiste madama en San Pablo, que te indujo al amor a Ricardo, tía y sobrino seminarista, qué pecado.
Ahora llora, Jorge Amado, en el rincón, con su guayabera de colores.

Los quietos

LOS QUIETOS
(Primer premio Concurso Roberto Fontanarrosa, febrero 2009)

Cuando en Cerro Nuevo descubrieron que el taxidermista había embalsamado a su mujer, fue un escándalo. Mi mamá todavía se acuerda de la investigación, y que fue declarado inocente, porque Magda, la chica de la limpieza, había declarado que la pobre Balbina murió cuando ella la acompañaba, y el señor no quiso llamar al médico. En ese momento, él les dijo a todos que la había internado en un hospital en Barragán, donde vivía la hermana, que la cuidaría. Y cada tanto él iría a verla.
Lo cierto era que la había embalsamado sentada en el costado derecho del sillón, con el saconcito tejido por ella, la pollera de tweed, las medias de lana y las pantuflas. Desde debajo de los brazos aparecían las agujas de tejer, de donde colgaba el pullover empezado. La cara estaba inclinada mirando el tejido, con una semisonrisa. Él se sentaba a la izquierda, como siempre, a mirar televisión. De vez en cuando le comentaba algo del noticiero, y cuando gritaba un gol de Boca, le palmeaba la pierna. Con cuidado, después de que la primera vez le hizo volar las agujas, y tuvo que rearmar los puntos del pullover.
Cómo hizo el abogado para convencer a todos de que no era punible, no sé, pero cuando murió Antonio, el jubilado del Correo, su mujer habló con el taxidermista (Taxi, le decían), éste habló con el abogado, el abogado con no sé quién, y le dieron permiso para embalsamarlo así, como estaba siempre, en el costado del sillón, con el control remoto en una mano, serio, y el vaso de vino en la otra. Ella decía que le hacía compañía, que era como si no se hubiera muerto, y que de todos modos, nunca le hablaba mucho.
Se puso de moda tener un Quieto en las casas. A la abuela de Romi la pusieron en una silla hamaca, y hasta el gato le saltaba a la falda a dormir.
A don Roque lo embalsamaron podando la enredadera, como le gustaba, pero era trabajoso para la pobre mujer entrarlo y sacarlo cuando había mal tiempo. Taxi le adosó unas rueditas para poder empujarlo al garage, cuando entraba las jaulitas. Ahí quedaba, al lado del viejo auto, con la tijera de podar hacia arriba. A veces la mujer se olvidaba de sacar los pajaritos y a él. Así se le murieron los jilgueros, pero los hizo embalsamar y se los ponía en los hombros a don Roque cuando lo sacaba a podar.
Como Taxi no daba abasto, empezó a enseñar su técnica. Su trabajo era muy cotizado, venían a buscarlo hasta desde Buenos Aires. Él no quería viajar, prefería que le trajeran los cuerpos, y los preparaba en su taller. Nos dejaba verlos. Terminábamos de jugar en la canchita, y nos íbamos allá. Había hombres jugando al golf, regando las plantas, sentados escribiendo en un escritorio, señoras lavando platos, acostadas leyendo en una cama. La que más nos gustó, una rubia atlética, tostada, con vincha y raqueta de tenis, la pollerita un poco levantada porque estaba con un pie en el suelo y el otro en el aire. Estuvo un tiempo en el taller, porque el marido, cada vez que venía de Buenos Aires a buscarla, se volvía, solo, en un ataque de llanto.
El que no tenía un Quieto en la casa, quería tenerlo. Empezamos a hacer planes, cómo nos gustaría que nos embalsamaran, hicimos círculos de ahorro previo, pagábamos cuotas.
Los López ni así. Cuando murió Ema, le pidieron a Taxi que les fiara el trabajo, pero él ya no hacía beneficencia, los remitió a los nuevos embalsamadores, que cobraban al contado. Entonces compraron un freezer usado, y la guardaron. Ella siempre quiso conocer la nieve, entonces la pusieron agachadita como esquiando para que entrara en el freezer.
Taxi se había vuelto a casar con su mucama, que tan fiel había sido con su esposa. Por supuesto, no faltaron los malpensados, que claro, que la mujer era mayor que él, que la mucama joven, pero fueron pocos, porque casi todos tenían un Quieto muy bien hecho por el embalsamador, y planeaban tener más. Ni siquiera protestaron cuando el gasista que fue a lo de Taxi un día, comentó que habían movido a la pobre Balbina al hall de entrada, y la usaban para colgar el paraguas, o la gorra de Taxi. El sillón lo usaba Magda ahora, que ya no era mucama, pero nunca quiso tener una. Era una chica muy despierta, que aprendió rápido las técnicas de taxidermia.
Los problemas empezaron años más tarde. La viuda del jubilado del correo falleció, no tenían hijos, y nadie sabía qué hacer con el Quieto, que seguía empuñando el control remoto y el vaso de vino. Lo pusieron provisoriamente en un galpón de la Municipalidad, donde también había ido a parar Balbina. Pero un año después, el galpón parecía una exposición de estatuas. Al año siguiente parecía un recital, todavía los acomodaban en sus posiciones, pero ahora ya parecen los depósitos de un post-carnaval, amontonados los muñecos como vienen.
Menos mal que los municipales son creativos para recaudar fondos. Hay veces en que las obras de teatro, las conferencias, los actos políticos no atraen a mucha gente. Ahora se ven, en algunas reuniones, gente muy quieta.
Ayer mismo, en un noticiero, lo vi a Taxi muy quieto, cortando el tránsito con los piqueteros. Magda ya nos había contado que él la había abandonado en esa gran casa, y que se había ido a vivir a Buenos Aires.
MI APORTE A LA CIENCIA
(Primer premio Biblioteca Municipal El Talar, Pacheco, octubre de 2008)

Quizás si me esfuerzo les llegue mi pensamiento, santos en comunión. A ustedes que, como yo, han dado la vida por los demás. ¿Me escuchan? ¿Tratan de comunicarse?
Parada en el medio de la sala oscura, en posición de guardia, mi florete hacia delante, solo escucho el ruido de aire acondicionado que cuida nuestra conservación. Hans me explicaba todo en detalle. Me siento sola, a pesar de que ustedes están aquí, quietos como yo, esperando, como yo, las primeras luces, al hombre de seguridad que abre las puertas para que entre la gente. La gente es la que nos da sentido a las estatuas, a las de mármol y a nosotros, estatuas plastinadas, con nuestro interior desplegado y expuesto en forma de rutas rojas y azules.
Hans Muller, miembro del equipo de Gunther von Hagens – se presentó el día en que me vino a visitar a la clínica donde estaba internada, para hacerme nuevamente los análisis. Lo primero que llamaba la atención eran sus ojos azules, iluminados por pestañas doradas como su pelo crespo. Y lo segundo, sus manos manchadas de un color rojizo anaranjado, como si hubiera estado pintando. Yo había escuchado hablar de los trabajos de von Hagens sobre plastinación, pero no había ido a la muestra. En realidad, desde que había llegado a Alemania, el tiempo libre que me dejaba mi trabajo lo usaba para mis clases de esgrima.
¿Me escuchan ustedes? ¿Tratan de comunicarse también conmigo?
Amé a Hans con toda mi intimidad. Penetraba por mis venas, rodaba por mi sangre, mis pulmones azules respiraban su aroma rubio y mis túneles auditivos amasaban sus ich liebe dich, que resbalaban hacia mis papilas y entraban de nuevo a formar parte de mis glóbulos. Ambos sabíamos que lo nuestro sería breve, no hay operaciones que curen mi enfermedad, y no me lo ocultó. Yo lo vivía como una gozosa despedida.
Me acompañó a mis últimas clases de esgrima. Ya mis fuerzas no me permitían sostener la defensa. Pero le fascinaba verme hacer los movimientos largos, y ya en mi casa, me pedía que posara como una esgrimista, desnuda, mientras me dibujaba.
Y un día, con entusiasmo, decidió que me inmortalizaría en la posición de guardia. Esa era la que más le interesaba: el cuerpo ligeramente ladeado, los pies abiertos al ancho de las caderas, rodillas semiflexionadas, la pierna derecha adelante, el brazo derecho con el florete, separado del cuerpo, apuntando hacia delante. El izquierdo hacia atrás y hacia arriba. Me dibujaba otra vez. Me eternizaría así.
¿Qué veía en mí? ¿Vería mi cuerpo real, o solo un amasijo de músculos, vísceras y huesos? Cuando hacíamos el amor, no podía dejar de preguntarme si sus manos me deseaban o solo tanteaban mi estructura, mi musculación, la prominencia de mis arterias.
No le costó convencerme de la donación de mi cuerpo, yo ya era suya por completo, y juró que algún día estaría conmigo. Salvo mis sobrinos de Buenos Aires, que estaban tan poco interesados en mí como yo en ellos, no tenía otra familia. Cuando les escribí contándoles de mi aporte a la ciencia médica, de mi deseo de trascendencia, ni me contestaron.
¿Me escuchan? ¿Ustedes tampoco tuvieron familias? ¿Están mejor acá que en la cárcel de China? ¿Acaso fueron consultados sobre la donación de sus cuerpos?
Hans se sentía socio de Da Vinci y de Vesalio, de Albinus y de Fragonard. En el universo todos somos uno. Sus elevados ideales lo separaban de Von Hagens, que, según él, era ambicioso y egoísta, todo lo hacía por el comercio, las exposiciones y por la fama personal, y que se creía un iluminado. Yo sospechaba que Hans incubaba un gran huevo de envidia. Me decía que había aprendido mucho de su jefe, es verdad, pero abrevaba de otras fuentes también, y desarrollaba sus propias teorías y experimentos.
Me contaba que experimentaba con materiales que permitían flexibilidad natural en los cuerpos.
¿Piensan ustedes, sienten ustedes, como yo?
Von Hagens lo despidió, enojado por alguna razón que Hans no me explicó. En medio de la crisis, me dijo que ésta era su oportunidad: quería ir a vivir en Dalian. Yo sólo quería estar con él, así que acepté ir a China. Dinero no le faltaba para sus experimentos. ¿Porqué Dalian?, le pregunté. Vagamente, contestó algo sobre la facilidad de instalar el laboratorio sin pagar impuestos tan altos. Luego me di cuenta de que Dalian estaba muy cerca de las dos cárceles.
Yo casi no salía ya, así que me daba lo mismo un departamento en Alemania o en China. Él me aplicaba las inyecciones que me había ordenado el médico, creo que solamente para que no sufriera, y en verdad, me sumían en un semi-sueño en el que no sabía distinguir la realidad de las fantasías, no sabía si el color rojizo/anaranjado de la medicación que me inyectaba era la misma que me había recetado el médico.
Un día me llevó al laboratorio donde tenía perros y gatos dormidos en caniles. Me explicaba su experimento revolucionario: aplicar los polímeros cuando el animal todavía estaba vivo. Así el corazón lo bombeaba a todas las venas y se lograba una flexibilidad maleable. Era indoloro, decía, mientras me hacía la demostración en esa masa peluda que respiraba lentamente, yo tra vez se manchaba las manos con el colorante del polímero, que tardaba días en borrarse.
Realmente habrán donado sus cuerpos ustedes, amigos chinos? ¿Para una eternidad didáctica, para evitar el entierro, para evitar la desintegración o la cremación?
¿O habrán sido donados por esos dos funcionarios chinos que vinieron a ver a Hans para ofrecerle cuerpos de la cárcel de Dalian?El último recuerdo de Hans es dulce. Se me acercó, con la aguja en la mano, sonriéndome. Adiós, me dijo, y yo pensaba entre sueños en la comunión de los santos, la plastinación de la carne, y la vida perdurable.

Para Elena

(Primer premio Escuela de Escritores, Madrid, 2009)

Estimado Francisco:
El olor que amo, el de museo, el de calaveras que me miran desde los estantes, el de hueso pulido, y el que usted me honre contestando mis cartas, me llena de alegría, a pesar de la preocupación que tengo por su reclusión en los toldos del cacique Saihueque. Le agradezco muchísimo su recomendación al rector. Me tiene en gran estima, soy la única mujer que estudia en su curso. Esta carrera es lo que me gusta hacer desde siempre, como a usted, pero con las dificultades que supone ser mujer. Mil veces mis padres me han querido disuadir de mi amor por los fósiles, pero gracias a su intervención, esta actividad mía es un poco más aceptada.
No veo la hora de que regrese, para mostrarle mis hallazgos y conversar con usted sobre los suyos, sobre todo los moluscos marinos, huesos humanos y morteros que recolectó en Valcheta. Todo el tiempo me lamento de ser mujer, y estar privada de acompañarlo.
Cuídese por favor, el cacique Saihueque, por lo que usted cuenta, es muy peligroso. Si le es posible, mándeme noticias. Todos acá estamos muy preocupados.
Suya,
Elena
PD: Su esposa le permite a Juanita venir al museo. Su hija hereda el amor por los fósiles, quiere aprender, y me gusta su compañía.

Estimada Elenita:
Gracias por su amable carta, reconforta tener noticias de nuestros amigos Han pasado muchas cosas desde que en noviembre salimos de Choele Choel, y la riqueza de lo que encontré le fascinará. En Yamnagoo encontramos rastros de sacrificios de animales y la tumba de un hechicero. Llegando a la llanura de Maquinchao, hallamos la caverna con las pinturas de las que le hablé, donde recogimos doce cráneos, algunos pintados de rojo.
Internarme en la caverna fue lo mejor del viaje. Cavar a tientas en la sala oscura pero templada, a pesar de la nieve exterior. Encontrar esa riqueza oculta. Quizás un día pueda hacerlo, Elena, ¿me comprende?
Menos mal que fui previsor, y envié algunas bolsas, porque no sé qué pasará con las cosas que junté recientemente, si tengo que huir rápido. Le ruego las limpie y clasifique, como usted sabe hacerlo. Tenga precauciones al manipular las lanzas, las envolví bien. Son de los mapuches, que las impregnaban de veneno. Al contacto con la sangre o la saliva, puede ser letal.
Los indios no entienden mi interés por los fósiles, y además Saihueque dejó de ser amigable.
En enero hicimos un alto entre los huiliches, y las mujeres nos convidaron con una bebida a base de leche y frutillas. Solo llegué a probar unas cucharadas, porque una niñita insistía en arrebatarme la vasija. Hernández, en cambio, apuró la suya y de inmediato comenzó a retorcerse de dolor. Yo pude contrarrestar el veneno con láudano y me recuperé a los pocos días, pero Hernández murió. Ya ve, Elenita, este no es lugar para mujeres, y yo, no muy buena compañía..
En cuanto a Saihueque, pretendía canjearme con los indios que Villegas tenía prisioneros, y para eso, me pedía que redactara una carta, alegando la inocencia de los detenidos, y solicitando su inmediata liberación. Tardé dos días en redactarlas, logrando que las llevaran algunos miembros de nuestra expedición. En realidad, las misivas tenían unas frases en francés, que alertaban a los nuestros para que prepararan la retirada. Sólo quedamos tres en las tolderías, pero preparo nuestra huída. Es tan útil saber francés, por eso practico con usted y estas cartas.
Hoy me encuentro algo maltrecho, porque presencié un simulacro de guerra de alrededor de ochocientos mapuches, que no desperdiciaron la oportunidad de rozarme con lanzas y facones. Dentro de tres días comienzan las rogativas y sacrificios. Normalmente los indios se emborrachan, cosa que aprovecharé para intentar huir. Envío esta carta, junto con otras para amigos, al gobernador, y para mi esposa y mis hijos, por un chasque de Saihueque, que me está agradecido porque le suministro láudano para su dolor de muelas.
Espero que usted y sus padres se encuentren bien. He mandado tres cartas, junto con ésta. A mi mujer no le cuento todo. Me imagino su cara de preocupación si leyera mis aventuras, mientras humedece, como es su costumbre, el dedo con la lengua, para pasar las páginas. ¿Me comprende, Elena? Cordialmente
Pancho

Estimado Francisco:
Su carta me llegó cuando ya tenía noticias de su liberación. Nos enteramos de que galoparon borrando las huellas con un poncho con piedras, hasta la orilla del Collón Curá, que los llevaría al Limay. Me enteré del trayecto tortuoso, sus piernas ampolladas por las piedras del río, la fiebre, la sed y su delirio. Me contaron que no pudieron asirse más a la balsa, y tuvieron que avanzar a pié hasta que la partida de soldados los encontró.
No pude dormir esas noches. Mi padre me dice que usted no puede caminar, que no le permiten visitas, y que pronto partirá hacia Europa para ver a un médico eminente, especialista en su enfermedad.
Mi trabajo sigue, me encierro durante muchas horas en el museo, tratando de distraerme limpiando las piezas que usted envió ya hace tiempo. El olor a huesos y a encierro, de algún modo me tranquiliza. Sé que volverá a ver su amada colección en cuanto los médicos se lo permitan.
Las doce calaveras con pintura roja están limpias y clasificadas. Estoy trabajando en las lanzas, como usted me dijo, con cuidado, porque efectivamente, tienen rastros de veneno. He comprendido.
Catalogando unos fósiles, encontré una carta en que usted contaba a su padre cómo los sorprendió la tormenta de lluvia y piedra cuando iban hacia el Valle del Río Negro. Me imaginaba con ustedes, porque usted tiene la virtud de hacer vivir al lector el momento que cuenta. Soñé esa noche con los caballos hundidos hasta la barriga por el terreno guadaloso, cayéndose a cada momento en las cuevas de tuco-tucos, y nosotros caminando perdidos hasta que su brújula nos volvía a guiar.
Por favor, no se olvide de escribirme, aquí estaré, esperando sus cartas.
Le envié a su esposa dos de los libros que usted me dijo, y tengo otro en preparación. Como no se siente bien, está guardando cama, y tiene mucho tiempo para leer.
Cordialmente,
Elena
Estimada Elena:

Estaré unos pocos días más en este hospital. Los médicos de Francia tienen otros métodos, otros medicamentos, y puedo decir que estoy mejorando rápidamente. Extraño mucho a Buenos Aires, y realmente quisiera volver pronto.
Efectivamente, los mapuches usan un cocido de un vegetal de la zona como veneno. La sustancia provoca, al contacto de la sangre o saliva de la víctima, fiebres muy altas. Todavía no han encontrado un antídoto para ella, y debe tener mucho cuidado al manipular las puntas de flecha, porque una pequeña cantidad en sus dedos puede causarle inconvenientes. No tuve tiempo para investigarlas, así que no estoy seguro si es curare.
Para el mes próximo, me han pedido que haga una exposición en cátedras de la Universidad de París, y luego, a pedido del Ministro de Relaciones Exteriores de Argentina, dibujar el mapa de las regiones patagónicas, así que estaré ocupado, pero espero que me mantenga al tanto de las novedades.
Cariñosos saludos,
Francisco

Estimado Francisco:
Le deseo mucho éxito en sus cátedras, sé que prestigia a la Universidad de Paris con sus conocimientos. Mis estudios están adelantados, mi esperanza es seguir sus pasos, trabajar junto a usted y absorber toda la sabiduría que me pueda aportar, con la generosidad que siempre me ha dispensado.
Recibí el último paquete de fósiles, los estoy limpiando para catalogarlos. Sí, tendré cuidado con las nuevas puntas de flecha, lo entiendo.
Como su esposa no mejora de la fiebre que la acosa, guarda cama, y su médico la visita a diario, consideran internarla en el hospital, porque no encuentran los motivos, suponen que es tifoidea, me cuenta María. Hoy le mandaré otro libro, para que se entretenga, como usted me pidió. Ya lo tengo preparado.
Reciba usted mi más afectuoso saludo.
Elena


Estimada Elena:
Esta semana terminaré con los preparativos de mi viaje a Buenos Aires. Mis hijos me requieren allá, porque Menena está internada, y cada vez peor, según las informaciones de sus médicos, así que nos veremos allá, en el Museo.
Dejo cosas inconclusas en Francia, por lo que deberé volver. Necesitaré una secretaria que hable español y me ayude, y creo que usted sería la más indicada, por sus conocimientos y su experiencia. Le ruego considere esto como una oferta de trabajo, y se lo anticipe a sus padres. Yo hablaré con ellos luego.
He recopilado en Europa algunos fósiles, que me gustaría ver con usted. Como necesitaremos lugar, le ruego que tire lo que no se necesite, por ejemplo puede quemar la papelería que está en la estantería de la derecha del armario grande, hace muchos años que tengo cosas inútiles ahí, correspondencia antigua que nunca necesitaré, como así también estas cartas, que ya no necesitaremos.
Hasta pronto.
Suyo
Francisco