lunes, 5 de julio de 2010

2º premio Relatos Cortos Medievales HdH, España


LAS MARIPOSAS Y LA LLAMA

Las mariposas, tentadas por la atracción de la llama, vuelan adelante y atrás, cada vez acercándose más y más al fuego. En un primer vuelo, una mariposa revolotea cerca de las llamas de un fuego y sólo se quema un ala. Pero la tentación del fuego es demasiado grande. Revolotea cada vez más cerca y se quema otra parte de sí hasta que al final se quema totalmente. Ellos, los que no se enmiendan, llevados por el pecado acabarán por fin en el fuego como mariposas.
P. Pedro de León, jesuita, 1592

Nunca me había gustado entrar en la cocina. Creo que mi madre entraba solamente para vigilar lo que hacían las dos criadas, holgazanas y sucias. Era un lugar con olor a rancio, a grasa, a frito, a cebolla. Todas las superficies tenían una capa pringosa y oscura. Supongo que no servía lavarnos las manos con agua y tomillo antes de comer.
Mi padre protestaba, siempre lo mismo, una escudilla de arroz, calabaza, lentejas, esto no es una comida de nobles, y mi madre, que tú sabías que yo no sé de cocina, que estas criadas grasientas no saben, que no consigo una cocinera. Pues bien, dijo mi padre, conseguiré yo.
Y al poco tiempo hubo novedades. Por la puerta entreabierta de la cocina, vi un joven de espaldas muy derechas, ropa que no parecía la de un criado. En su mano tenía un pañuelo, que se llevaba al rostro a cada minuto.
Estaba hablando con mi padre, que le sonreía. Yo le miraba la espalda. Contestaba las preguntas con voz suave. Mi padre parecía complacido, le mostraba unas verduras y él asentía, le mostraba una perdiz y él la hacía girar en sus manos blancas con aire de entendido. No me hice ver, pero estaba ansiosa por hablarle.
A mi madre no le gustó. A las criadas menos. Se burlaron de sus ropas. Presuntuoso, dijeron, celosas. Pero hubo que admitir que ya el primer día la comida fue diferente y la cocina, de a poco, fue mostrando los colores que la grasa y el hollín habían ido usurpando, opacando. Él era prolijo y rápido.
Esa misma semana, aproveché un momento en que estaba solo en la cocina, y entré a buscar una fruta.
- Debes ser Diego – le dije con mi mejor sonrisa – estuvo muy buena la cena de anoche.
- Y tú debes ser Dolores. – Mi nombre rodó por su boca, y explotó como una uva dulce.- Me gusta tu vestido.
Mi vestido verde me quedaba muy bien, era cierto, pero me sorprendió su halago.
- ¿Le han puesto municiones en el dobladillo? - preguntó.
- ¿Y cómo sabes tú eso?
- Estuve trabajando antes, de sastre, y para que el vestido no se levante con el aire, las mujeres me hacían poner municiones – Seguía adobando el cerdo sin mirarme – Si quieres te lo arreglaré, Dolores.
Mi nombre rodaba redondo en sus labios, reventaba como los granos de maíz dulce al morderlos.
Tan distinto a mis hermanos, unos brutos que se pasaban jugando a los naipes y bebiendo, en lugar de trabajar en el negocio de mi padre.
Pasaron los días, yo iba a la cocina con frecuencia. Mi madre andaba enojada con Diego, con mi padre, con todos. Se negaba a ir al mercado con Diego a elegir la verdura. Entonces él salía con mi padre, cosa inusual, ya que la compra era asunto de mujeres. Venían con las alforjas cargadas de langostas y conejos, limas dulces, maíz, agraz y jengibre, miel y canela.
Mi padre se jactaba de haber conseguido al mejor cocinero, y mis hermanos se reían a sus espaldas, pero comían con ganas la carne bien condimentada, el manjar blanco que nunca faltaba después de las comidas.
Cuando yo iba a la cocina con cualquier excusa, hablábamos de América, de las galeras; mientras, él lavaba, picaba, aderezaba, pelaba, y el rítmico chac chac del cuchillo en la mesa, la ácida canción del cuchillo sobre la madera, la canción del cuchillo sobre la carne brava, y el sabroso olor de la cebolla en el aceite, el picante aroma del jengibre.
Una mañana fría, lo vi de espaldas en el patio, sin su camisa, lavándose. Me quedé absorta: por su piel cruzaban en diagonal mil cicatrices rojas de látigo. No entendía cuál podría haber sido su castigo, pero no pude preguntarle, no pude decir que lo había visto lavándose.
Pero un día me contó que estaba en Cádiz esperando lugar en las galeras para irse. La respiración se me ahogó de sal de mar, de olor a pescado, de desesperación. Cuando le pregunté el motivo, me dijo que había sido castigado por el tribunal, que debía cumplir tres años de remo sin sueldo en galeras. Que su sueño era llegar a las Indias, quedarse un tiempo, hacerse rico, tener un nombre nuevo, y volver con oro a España. No me quiso decir cuál había sido su crimen, que yo era muy niña, dijo, que no lo entendería. Había bajado la voz tanto, que se mezclaba con la fritura. Nos quedamos en silencio mirando la sartén, cada uno con su vida distinta.
Una vez me dijo que estaba muy agradecido con mi padre, que, gracias a su amistad con el fiscal Núñez Prado, había logrado anular la pena de las galeras, y cambiarla por penas espirituales solamente. Pero que continuaba pensando en ir a las Indias.
Entonces entró mi padre.
- Vete niña, ¿qué haces en la cocina? Vete, vete. – A mi padre no le gustaba verme allí. Desde que estaba Diego.
Cuando me iba, escuché que le decía, con voz muy queda:
- Te he traído el regalo que me pediste, Diego.
Al poco rato escuché que salían hacia el puerto. Irían a comprar pescado para la cena. Los miré por la ventana: Diego iba bien vestido porque mi padre le regalaba las ropas que él ya no usaba, por lo que parecía un principal.
Entré en la cocina. Había hogazas recién horneadas. Al lado, un envoltorio a medio cerrar. Diego había olvidado el regalo sobre la mesa. Lo abrí con curiosidad: un abanico de madreperla. Sentí un peso en las sienes: si Diego le había pedido un abanico, era porque tenía una mujer a quién dárselo. Y a estas alturas, yo estaba convencida de que lo amaba. Y algunas esperanzas abrigaba, porque él se fijaba en mí. Qué bonitas zapatillas, decía, o qué bien te queda ese color con tu cabello. Y yo me quedaba mucho tiempo deleitada, pensando en su frase. Nuestro amor era imposible, que no se lo podía contar a nadie. Mis padres nunca lo aceptarían.
Los vi irse ese domingo. No había ido a Misa con mi madre, porque estaba algo indispuesta. Me sorprendió ver a Diego con un calzón de terciopelo negro que nunca le había visto. No parecían irse de viaje, ni se despidieron. Tal vez hubieran hecho sus petates antes, porque mi madre no encontró la ropa de ninguno de los dos. Se llevaron los caballos.
El miedo, el escándalo oscuro y la soledad nos pesaron a mi madre, a mí y a mis hermanos cuando ellos se fueron. No le importaron a mi padre nuestro sufrimiento ni la mirada de nuestros vecinos. Quizá ni se imaginó que el cura hablaría con intención durante la Misa, de la pena de la Inquisición de quemar a las mariposas. Quizá se sintiera amparado por sus amistades. Mi madre salió llorando de la Iglesia, y nunca regresó a ella.
Supongo que se quedó tranquilo porque mis hermanos se encargarían de sus negocios cuando él no estuviera. Y fue así, tuvieron que crecer a las apuradas, aprender de golpe lo que mi padre quiso enseñarles durante mucho tiempo.
En cuanto a mí, tragué sola el desconsuelo durante muchos meses, tratando de esconder las lágrimas que caían sobre los guisados de lentejas que volvió a cocinar la única criada que pudimos mantener.

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