miércoles, 27 de abril de 2011

VIENTO DE LA PATAGONIA

VIENTO DE LA PATAGONIA

– La playa era desolada y fría en la Patagonia – dijo – y el viento hacía que la arena nos pinchara la cara con mil agujas, en ese atardecer desamparado y lleno de nubes negras.
Veíamos las grutas oscuras, y las mujeres tuvimos mucho miedo. No sé qué era peor, si las raciones de hambre en el barco, el mareo, o esta helada desolación arenosa. Estábamos todos mudos, menos mi hermano Val, que cantaba una canción de la iglesia, ajeno al viento, al frío y a nosotros. John me apretó el hombro, como para darme la seguridad de la que se sentía responsable. También él se preguntaría si habían hecho bien en traernos tan lejos de Gales, si no hubiera sido buena idea venir los hombres solos primero, sin las familias...
Parry y Jones habían venido antes a inspeccionar, y habían hecho casillas cavando en la roca blanda, usando maderas que llevaron y materiales traídos de Patagones. Éramos más de cien. Tuvimos que hacer más casillas, usando la madera del Mimosa. Cuando lo empezaron a desarmar, me puse a llorar en silencio, y vi que otras lloraban también. Era el lazo con la tierra de nuestros padres que estaban serruchando.
John decía que cualquier cosa era mejor que quedarnos en Gales, donde los ingleses ya nos habían quitado todo, bandera, religión, idioma. Habían matado a mi padre en la mina de carbón. Acá, me decía, empezaríamos una nueva vida, tendríamos nuestros hijos...Y yo pensaba ¿qué hijos? Pocos encuentros teníamos. Mi esposo era mucho mayor, con su barba frondosa, su ternura de padre, y yo escapaba todo lo que podía, en las noches largas, a ese hombre con el que me habían casado. Eso sería el amor, pensaba. Y así pensábamos casi todas, el amor era eso, estar al lado de un hombre trabajador, tener hijos, y trabajar, trabajar.
En Gales, los hombres sabían de minas, y las mujeres cultivábamos nuestras huertas, pero en un campo verde ¿Adónde habíamos caído? A este lugar helado, de vientos inhabitables, de agua escasísima. El reverendo Jones nos hablaba de la fe que debíamos tener, pero el día anterior a nuestra llegada, en el barco había fallecido el bebé de Hannah apenas nacido, y todos los ánimos estaban caídos. Lo enterramos en la arena, cerca de las casillas. Cuando estuviera construida la pequeña iglesia, lo pasaríamos al cementerio.
El único que no lloraba, porque quizás no entendía era mi hermano Val, que me seguía a todas partes, mi madre lo había acostumbrado, para que me cuidase o para que no se perdiese, qué gracia, él, que era retrasado, era el que encontraba todo. Lo llevaban si se perdía un caballo, si se perdía un sombrero. ¿Mary, me prestas a tu hermano? Y yo se los prestaba, para descansar un poco de esa presencia constante en mi vida, siempre atrás de mis talones, sin hablar, porque no había aprendido y era más alto que yo. No había aprendido a hablar, pero repetía las canciones de la iglesia con una voz dulce y sedante, y una sonrisa, por eso en el entierro, todos llorábamos menos él. Desde que murió mamá él vino a vivir conmigo, y John le tenía mucha paciencia. Dormía arriba del establo. Val me seguía a buscar agua, cantando, las tres leguas, y traíamos dos baldes llenos cada uno. Era el trabajo de las mujeres, pero ese día encontramos a Daniel en el pozo. Su mujer se había caído del caballo, se había roto la pierna, y había perdido a su bebé, así que él venía con los baldes, antes de salir al campo. Cuando nos vio llegar, se puso la camisa que se había sacado, y yo esperé para acercarme. El sol brilló en sus dientes cuando sonrió, brilló en el sudor de su cara, en el celeste aguado de sus ojos, y tan cerca, cuando me ayudó a bajar el balde, en los pelos rubios de sus brazos. Se escuchaba el metal contra la cadena, y la voz azul de mi hermano como si yo tuviera los oídos tapados, tan lejos. Mi corazón parecía haber logrado un ritmo propio, una vida propia, y mis pensamientos no me obedecían, por eso no podía pensar en su mujer en reposo, ni en el reverendo Jones, ni en mi marido...Fue solo un momento, pero fue el primero. Sentí mi cara caliente y roja, tomé mis baldes y le dí los de Val, lo saludé con los ojos bajos y emprendí el regreso.
No sabía qué me pasaba, empecé a pensar en él en todo momento. Creo que lo invocaba, porque me lo cruzaba a cada rato, y me miraba como adivinando mis pensamientos, y la sonrisa traía el sol. Su mujer mejoraba, pero todavía no podía cargar peso, así que nos demorábamos en el pozo cuando no había nadie. Cada vez íbamos más temprano. Solamente Val con nosotros. Veía a Daniel en la capilla los domingos, sus ojos, tan cerca y tan lejos, y de fondo, siempre la voz de Val, en la iglesia acompañando al armonio, en mi casa, en el pozo, en el camino.
Empecé a pensar cómo impedir que mi hermano viniese conmigo. Una mañana escondí sus botas en una cueva entre las rocas, y salí apurada con mis baldes. ¡Qué tonta, esconderle algo a Val! No había hecho ni una legua, cuando escuché su voz lejana, cantando su persecución. Otro día lo dejé encerrado en el granero chico, que estaba más alejado de las casillas. Para evitar que cantara y alertara a la gente, até al perro grande junto a la puerta. Val le temía, porque una vez lo había mordido. No pensé cómo iba a explicar el encierro, solamente volé al pozo, ya era la hora en que Daniel iba a buscar el agua, y quizás temprano no hubiera otra gente. Así fue, estaba solo, y nos sentamos a hablar. Educadamente, ¿está mejor tu esposa? Recuperándose, gracias, ¿y tu hermano no vino hoy? No, quedó trabajando en casa. Nuestros ojos se encontraban a mitad de camino queriendo decir mil cosas, ¿te puedo ayudar con el balde? Y su mano sobre la mía, caliente sobre frío metal. Gracias, eres muy amable, y eso fue todo, porque Val apareció cantando y llorando porque el perro lo había vuelto a morder, y a mí no me importaba nada, sólo quería que desapareciera.
No me reconocía. No me importaba Dios, mi marido, mi hermano, sólo quería cruzarme con él, un minuto de sus ojos me llenaba el día, tenía la mente nublada. Y creo que a él le pasaba lo mismo. Yo no sabía qué era el amor antes. Ahora lo sabía, y este amor había muerto antes de nacer, yo era de mi esposo, él de su mujer, y en esta tierra árida, ventosa y marrón, deberíamos vivir para siempre mirándonos de lejos. O de cerca, porque el contacto de su mano fue como la carne de hombre para los pumas que acechaban cerca de Madryn. Quería más.
A mi gente comenzaron a desaparecerles cosas. Una azada. ¿Mary, me prestas a tu hermano? Val nunca había sido tan popular. Creo que se daba cuenta de que era necesario, pobre hermano mío, tan feliz. Ni bien salía, yo me iba al pozo con mi balde, con esperanzas de encontrar a Daniel. A veces lo encontraba. Pero nuestros encuentros eran breves, Val no tardaba mucho, aunque yo enterrara las cosas.
El día en el que desapareció la biblia del pastor Jones, supe que Val iba a tardar más en encontrarla. Nunca se animaba a acercarse tanto al lugar donde ataban a los perros.
Hacía mucho frío, la arena azotaba la aridez marrón, el asa del balde me helaba la mano, pero mi pecho guardaba tambores.
Daniel no estaba. En su lugar, su mujer, repuesta, llenaba el balde, mientras el viento le arremolinaba la falda.

2º PREMIO GAYMAN 2009

ESPERAR AL OLENTZERO

ESPERAR AL OLENTZERO
Voy a volver, sí que voy a volver. Voy a esperar al Olentzero en la Nochebuena, otra vez. Voy a ver a los niños buscar el haba en el rosco para saber quién será el Rey de la Faba, como contaba la abuela. Ella recordaba muy bien la alegría que tuvieron cuando mi tío, hermano de mi madre, encontró el haba en el rosco, y todos gritaban ¡Real, real, real!
Debe haber sido de las pocas alegrías que tuvo mi tío Jesús Mari, porque recuerdo que Madre me contaba que todos se burlaban de él, a pesar de que se escondía para jugar con la muñeca de ella. Sobre todo para que el abuelo Pío no lo castigara. Era el niño más dulce, contaba la abuela, el más bueno. Pero en la escuela le decían “la monja”, y volvía llorando. Siempre volvía llorando.
Sé que Madre siempre hubiera querido volver a Pamplona, y ahora ya es tarde. Y no recuerda tantas cosas. Pero cuando la visito, descubro, de a poco, las verdades de su infancia.
Pienso en su adolescencia, lo difícil que debe haber sido para ella cuando desapareció su único hermano. A los tres días, el abuelo las subió al barco hacia Argentina, a la abuela, a ella, y al perro escondido, sin explicaciones, sin despedidas, sin respetar el duelo, sin buscarlo más. Ahora me voy enterando, por retazos de su memoria, que los amenazaron.
Quizás cuando yo vuelva, pueda averiguar si realmente mi tío Jesús Mari hermano murió en la Colonia Agrícola de Fuerteventura, donde picaban piedra de la mañana a la noche los homosexuales. Quizás podamos cerrar este círculo y hacer el duelo.
Y yo sé que mi nacimiento ayudó a la abuela Felisa a superar el dolor de su hijo perdido. Ella extrañaba a sus hermanas, pero encontró vecinas amigables con las que aprendió a tomar mate, a compartir bizcochitos de grasa y charlas cuando mi abuelo Pío estaba repartiendo leche en el carro.
Él salía muy temprano, y Pintxo lo acompañaba, al trotecito detrás del caballo. Yo los veía llegar antes del mediodía, primero el caballo, luego la txapela en la cabeza transpirada del abuelo, y luego el perro, con la lengua colgando al costado de la boca, y el ojo cerrado, señal de que quería jugar.
Recuerdo la voz de la abuela mientras lavaba la ropa, cantándome:
Pintxo, pintxo gure txakurra da ta,
Pintxo, pintxo bere izena du,
Pintxo, pintxo gure txakurra da ta,
Pintxo, pintxo bere izena du.
Txuri, beltza da ta
ez du koska egiten,
begi bat ixten du
jolastu nahi badu
Y yo cantaba con ella, y le preguntaba qué quería decir esa canción. Ahí supe que nuestro perro, que quién sabe cómo habían podido traer con ellos, se llamaba Pintxo por esa canción. Porque era blanco y negro, decía la canción, no muerde, decía la canción, y cierra un ojo si quiere jugar.
Y así era, porque cuando dormía cerraba los dos ojos, pero cuando estaba despierto tenía un ojo cerrado, y a veces tenía una costra que abuela le limpiaba, mientras lloraba. Recién ahora lo comprendo, cuando mi madre me cuenta que vinieron a buscar a su hermano, y el cachorro salió a ladrarles, y al guardia le debe haber hecho gracia que un perro tan chico les hiciera frente. Me costó creerle que hubiera tomado un punzón, lo calentara en las brasas de la cocina, y atrapara al perrito y le atravesara un ojo. Riendo. Mientras los otros sacaban a Jesús Mari a empujones de la casa y se lo llevaban, y su llanto, el de la abuela, y los gritos del perrito, que aún no tenía nombre, se confundieran tanto que el abuelo Pío no les entendiera nada cuando llegó.
¿Hizo algo el abuelo por recuperar a su hijo? Mi madre no lo sabe, de eso no se hablaba. Recuerda bien cuando conoció a papá, ya en Buenos Aires, otro hijo de vascos. Y recuerda cuando yo cantaba la canción de Pintxo, que un día cerró los dos ojos porque no quiso jugar más.
Voy a volver, sí, a ver girar el Volatín en la plaza Nueva de Tudela, donde se conocieron mis abuelos. Llevaré mis zapatillas para bailar el Arin Arin, como hacía abuela, levantando un poco sus faldas para que yo le pudiera ver los pies y aprender de ella.
Voy a aplaudir al Ángel el domingo de Resurrección. Lo haré por la abuela, que nunca pudo volver, por mi tío Jesús Mari, que nunca conoció la justicia, por mamá, que nunca conoció su país, y volveré por mí misma, que solamente lo conocí por los relatos de la abuela Felisa.

martes, 7 de septiembre de 2010

Mi noche triste - 1er. premio Municipalidad Cañada de Gómez

MI NOCHE TRISTE
- >La guitarra, en el ropero/ todavía está colgada. Nadie en ella canta nada/
ni hace sus cuerdas vibrar - Esa vez vinieron García, el Topo y Pereda, ¿te conté, Anita?
- Si, ya me contaste, papá – Anita se corrió el flequillo negro de los ojos, y siguió con el diario.
- El Topo salió con dos dientes menos, del esquiafo que le pusieron de zurda, la boca le sangraba tanto que pensamos que había sido un golpe interno. No, no era García, creo que era Albariños que vino esa vez. Porque la pelea fue por la novia de él, ¿te conté?
- Si, ya me lo contaste mil veces, fue García, no Albariños.
- Ah, sí, García. Era muy linda la novia, tenía…
- Unos ojos así de grandes y el pelo enrulado. Lo podríamos contar a coro, papá – Anita levantó las cejas, y los ojos al techo.
- Sí, cómo te acordás, parece que la hubieras conocido.
- Me lo contaste un montón de veces, papá. ¿Me dejás terminar de leer el diario, que me tengo que ir a las 9?
- Sí, perdón, nena, es que me acuerdo como si fuera hoy de esa pelea. Los de la barra éramos muy unidos, inclusive habíamos pensado hacer un conjunto de tango, porque yo cantaba muy bien, ¿te conté?
- …
- No me contrataban porque cantaba el Cholo Antúnez, amigo del dueño, que estaba de novio con tu madre en esa época. Era hermosa tu madre, tan rubia. Éramos los únicos rubios de la barra, nosotros y el Tano Passerini. Yo ya le había echado el ojo, y ella también me miraba, pero había que tener cuidado, el Cholo era bravo, de andar con cuchillo. Un negro grandote, con una mancha negra al lado del ojo, un pirata con parche parecía. Cuando cantaba Mi noche triste, las parejas no bailaban, lo escuchaban con la boca abierta, lo aplaudían, le pedían bis. “Percanta que me amuraste/ en el umbral de la vida/ dejándome el alma herida...
- Shhhh!
- Guarda que yo cantaba bien, pero él era amigo del dueño. Cuando tu madre le colgó la galleta, el quía desapareció. No lo habrá podido aguantar, y yo, que no era ningún gilastrún, y, así como me ves, tenía mi pintusa, enseguida le hablé. Era lo que ella estaba esperando. Decí que las cosas después se apuraron cuando quedó embarazada, así que nos fuimos a vivir a lo de mi vieja.
- Si, y la abuela no la quería a mamá, así que nos tuvimos que mudar cuando nací. Ya está, papá, ya te lo resumí, me tengo que ir. Cerrá bien, preguntá quién es si llaman.
Ana se mira en el espejo, se saca el flequillo de los ojos, se pone un poco más de maquillaje para disimular la mancha oscura, y se va a trabajar. Cierra la puerta y suspira.

lunes, 5 de julio de 2010

2º premio Relatos Cortos Medievales HdH, España


LAS MARIPOSAS Y LA LLAMA

Las mariposas, tentadas por la atracción de la llama, vuelan adelante y atrás, cada vez acercándose más y más al fuego. En un primer vuelo, una mariposa revolotea cerca de las llamas de un fuego y sólo se quema un ala. Pero la tentación del fuego es demasiado grande. Revolotea cada vez más cerca y se quema otra parte de sí hasta que al final se quema totalmente. Ellos, los que no se enmiendan, llevados por el pecado acabarán por fin en el fuego como mariposas.
P. Pedro de León, jesuita, 1592

Nunca me había gustado entrar en la cocina. Creo que mi madre entraba solamente para vigilar lo que hacían las dos criadas, holgazanas y sucias. Era un lugar con olor a rancio, a grasa, a frito, a cebolla. Todas las superficies tenían una capa pringosa y oscura. Supongo que no servía lavarnos las manos con agua y tomillo antes de comer.
Mi padre protestaba, siempre lo mismo, una escudilla de arroz, calabaza, lentejas, esto no es una comida de nobles, y mi madre, que tú sabías que yo no sé de cocina, que estas criadas grasientas no saben, que no consigo una cocinera. Pues bien, dijo mi padre, conseguiré yo.
Y al poco tiempo hubo novedades. Por la puerta entreabierta de la cocina, vi un joven de espaldas muy derechas, ropa que no parecía la de un criado. En su mano tenía un pañuelo, que se llevaba al rostro a cada minuto.
Estaba hablando con mi padre, que le sonreía. Yo le miraba la espalda. Contestaba las preguntas con voz suave. Mi padre parecía complacido, le mostraba unas verduras y él asentía, le mostraba una perdiz y él la hacía girar en sus manos blancas con aire de entendido. No me hice ver, pero estaba ansiosa por hablarle.
A mi madre no le gustó. A las criadas menos. Se burlaron de sus ropas. Presuntuoso, dijeron, celosas. Pero hubo que admitir que ya el primer día la comida fue diferente y la cocina, de a poco, fue mostrando los colores que la grasa y el hollín habían ido usurpando, opacando. Él era prolijo y rápido.
Esa misma semana, aproveché un momento en que estaba solo en la cocina, y entré a buscar una fruta.
- Debes ser Diego – le dije con mi mejor sonrisa – estuvo muy buena la cena de anoche.
- Y tú debes ser Dolores. – Mi nombre rodó por su boca, y explotó como una uva dulce.- Me gusta tu vestido.
Mi vestido verde me quedaba muy bien, era cierto, pero me sorprendió su halago.
- ¿Le han puesto municiones en el dobladillo? - preguntó.
- ¿Y cómo sabes tú eso?
- Estuve trabajando antes, de sastre, y para que el vestido no se levante con el aire, las mujeres me hacían poner municiones – Seguía adobando el cerdo sin mirarme – Si quieres te lo arreglaré, Dolores.
Mi nombre rodaba redondo en sus labios, reventaba como los granos de maíz dulce al morderlos.
Tan distinto a mis hermanos, unos brutos que se pasaban jugando a los naipes y bebiendo, en lugar de trabajar en el negocio de mi padre.
Pasaron los días, yo iba a la cocina con frecuencia. Mi madre andaba enojada con Diego, con mi padre, con todos. Se negaba a ir al mercado con Diego a elegir la verdura. Entonces él salía con mi padre, cosa inusual, ya que la compra era asunto de mujeres. Venían con las alforjas cargadas de langostas y conejos, limas dulces, maíz, agraz y jengibre, miel y canela.
Mi padre se jactaba de haber conseguido al mejor cocinero, y mis hermanos se reían a sus espaldas, pero comían con ganas la carne bien condimentada, el manjar blanco que nunca faltaba después de las comidas.
Cuando yo iba a la cocina con cualquier excusa, hablábamos de América, de las galeras; mientras, él lavaba, picaba, aderezaba, pelaba, y el rítmico chac chac del cuchillo en la mesa, la ácida canción del cuchillo sobre la madera, la canción del cuchillo sobre la carne brava, y el sabroso olor de la cebolla en el aceite, el picante aroma del jengibre.
Una mañana fría, lo vi de espaldas en el patio, sin su camisa, lavándose. Me quedé absorta: por su piel cruzaban en diagonal mil cicatrices rojas de látigo. No entendía cuál podría haber sido su castigo, pero no pude preguntarle, no pude decir que lo había visto lavándose.
Pero un día me contó que estaba en Cádiz esperando lugar en las galeras para irse. La respiración se me ahogó de sal de mar, de olor a pescado, de desesperación. Cuando le pregunté el motivo, me dijo que había sido castigado por el tribunal, que debía cumplir tres años de remo sin sueldo en galeras. Que su sueño era llegar a las Indias, quedarse un tiempo, hacerse rico, tener un nombre nuevo, y volver con oro a España. No me quiso decir cuál había sido su crimen, que yo era muy niña, dijo, que no lo entendería. Había bajado la voz tanto, que se mezclaba con la fritura. Nos quedamos en silencio mirando la sartén, cada uno con su vida distinta.
Una vez me dijo que estaba muy agradecido con mi padre, que, gracias a su amistad con el fiscal Núñez Prado, había logrado anular la pena de las galeras, y cambiarla por penas espirituales solamente. Pero que continuaba pensando en ir a las Indias.
Entonces entró mi padre.
- Vete niña, ¿qué haces en la cocina? Vete, vete. – A mi padre no le gustaba verme allí. Desde que estaba Diego.
Cuando me iba, escuché que le decía, con voz muy queda:
- Te he traído el regalo que me pediste, Diego.
Al poco rato escuché que salían hacia el puerto. Irían a comprar pescado para la cena. Los miré por la ventana: Diego iba bien vestido porque mi padre le regalaba las ropas que él ya no usaba, por lo que parecía un principal.
Entré en la cocina. Había hogazas recién horneadas. Al lado, un envoltorio a medio cerrar. Diego había olvidado el regalo sobre la mesa. Lo abrí con curiosidad: un abanico de madreperla. Sentí un peso en las sienes: si Diego le había pedido un abanico, era porque tenía una mujer a quién dárselo. Y a estas alturas, yo estaba convencida de que lo amaba. Y algunas esperanzas abrigaba, porque él se fijaba en mí. Qué bonitas zapatillas, decía, o qué bien te queda ese color con tu cabello. Y yo me quedaba mucho tiempo deleitada, pensando en su frase. Nuestro amor era imposible, que no se lo podía contar a nadie. Mis padres nunca lo aceptarían.
Los vi irse ese domingo. No había ido a Misa con mi madre, porque estaba algo indispuesta. Me sorprendió ver a Diego con un calzón de terciopelo negro que nunca le había visto. No parecían irse de viaje, ni se despidieron. Tal vez hubieran hecho sus petates antes, porque mi madre no encontró la ropa de ninguno de los dos. Se llevaron los caballos.
El miedo, el escándalo oscuro y la soledad nos pesaron a mi madre, a mí y a mis hermanos cuando ellos se fueron. No le importaron a mi padre nuestro sufrimiento ni la mirada de nuestros vecinos. Quizá ni se imaginó que el cura hablaría con intención durante la Misa, de la pena de la Inquisición de quemar a las mariposas. Quizá se sintiera amparado por sus amistades. Mi madre salió llorando de la Iglesia, y nunca regresó a ella.
Supongo que se quedó tranquilo porque mis hermanos se encargarían de sus negocios cuando él no estuviera. Y fue así, tuvieron que crecer a las apuradas, aprender de golpe lo que mi padre quiso enseñarles durante mucho tiempo.
En cuanto a mí, tragué sola el desconsuelo durante muchos meses, tratando de esconder las lágrimas que caían sobre los guisados de lentejas que volvió a cocinar la única criada que pudimos mantener.

domingo, 31 de enero de 2010

EL GUARDIÁN DE MI VOZ

El guardián de mi voz
acalló mis palabras.
Y quedaron adentro.
El guardián de mis ojos
detuvo mis miradas.
Y quedaron adentro.
No pudiste escuchar
ni el silencio de mis ojos
ni la sangre de mis palabras.
Que quedaron adentro,
envenenándolo todo
como hace la sangre
cuando queda guardada.
Gloria Viviana Echeverría
Argentina
1.

Con este poema participo en el segundo Concurso de Poesía de Heptagrama

martes, 26 de enero de 2010

LAVANDERAS
(Primer premio SADE Lanús 2009)

Las lavanderas saben todo.
A Mercedes y a Josefina les gustaban los días de lluvia, porque Adalgisa no iba a lavar al río. No hacía falta decirle que les cebara mate en la salita, traía la bandeja de plata preparada, se sentaba en la banqueta y empezaba a hablar. Los ojos saltones blanqueaban su negrura cuando los revoleaba. Se reía con una sonrisa roja y blanca que le dividía la cara en dos partes. No podían dejar de mirarla, pendientes de sus palabras. Y a pesar de que los negros no eran importantes para la mayoría de la gente, acá, desocupada, yo tengo tiempo de pensar mucho, y me preguntaba qué sentiría, si se habría olvidado de sus padres, de su país, porque siempre estaba contenta y daba gusto estar con ella. Las negras que teníamos eran buenas, sobre todo las que habían sido amas de leche se encariñaban mucho con los niños.
Rosario también la escuchaba ávida. Esos días se rompía la monotonía de la casa grande, chismes, comentarios, risas, pero siempre le recomendaba que fuera discreta con lo que pasaba en la casa.
- ¡Ay, mamá, si acá no pasa nada! – le decían mis nietas, entre risas.
Yo no intervenía. Sentada en mi butaca, sin poder moverme por mis piernas, tenía lástima de mi pobre nuera, y hacía como que no me daba cuenta de sus ojos enrojecidos de llorar. En la familia no se hablaba de esto. Carlos cambió mucho desde ese último viaje que hizo, y ya van muchos años de esto. A pesar de que nadie le daba importancia a las negras, que iban y venían, atareadas por la casa, a ella la habían visto muchas veces llorar sola en la sala de costura. Nadie le preguntaba tampoco sobre los moretones que a veces tenía en los brazos. En pleno verano ella andaba con el mantón puesto para disimular, pero había noches que se escuchaba de mi dormitorio los gritos de Carlos, y yo sufría. ¿Qué había hecho Rosario para merecer esto? Yo sospechaba que mi hijo descargaba sus furias en ella porque era sumisa, no porque mereciera nada.
Rosario no creía en los encantamientos africanos, era muy devota de la Vírgen de la Merced, y el cura las prevenía en misa de esas brujerías. Y las negras eran obligadas a escuchar misa los domingos.
Cuando Adalgisa contó que los Aguirre Cowley habían hecho traer vajilla de loza de Europa, y ella le sugirió a Carlos que no era igual la platería, mi hijo se rió y le dijo que no les hacía falta. Rosario habló con Adalgisa.
- Quédese tranquila, amita, yo me encargo de don Calos.
Calos le decía ella.
La negra no prendía velas ni nada de eso. Se limitaba a entrar en la biblioteca cuando Carlos estaba solo, y salía al poco tiempo con su gran sonrisa de sandía. Él salía de muy mal humor. Pero en unos meses, los platos de loza inglesa relucían en la mesa.
Cuando Adalgisa contó que el sastre les ponía municiones aplastadas a martillo en el ruedo de los vestidos de las de Álzaga, para que no se levantaran cuando caminaban, también hubo que recurrir a la negra para cambiar de sastre. Carlos siempre decía que no al principio, pero la negra le “hacía el encantamiento”, como ella decía, y lograba el cambio.
Todavía me acuerdo cómo llegó Adalgisa. Fue en el último viaje que hizo Carlos como capitán. Y me enteré de los detalles por las lavanderas, que saben todo, porque a las mujeres no se nos contaban estas cosas.
Ya se había prohibido el comercio de negros en el Río de la Plata, pero Carlos tenía amigos en la Aduana, por algo era una persona importante. Pero su negocio era el contrabando. El barco traía negros y mercancías: diamantes de Africa, plata del Alto Perú, todo lo que pudieron cargar. Los negros, grandes y chicos, hacinados en las bodegas, la mayoría enfermos por el largo viaje, la temperatura, el amontonamiento, la suciedad, encadenados. Siempre se anunciaba un barco negrero, por el olor que, desde el mar, llegaba a Buenos Aires. Cuando encallaron, sabían que llegaría un barco del puerto de Buenos Aires a rescatarlos, y eso no le convenía a Carlos. Se sabría del contrabando, y no le servirían sus influencias para evitar el castigo y la deshonra. Se tenían que deshacer de parte de la carga para desencallar el barco y seguir, primero a Montevideo, y luego a Buenos Aires. Y entre los negros y la otra mercadería, Carlos decidió eliminar a los negros, que le rendirían mucha menos ganancia. Fue un caos, los esclavos no sabían qué pasaba, desencadenaron a los más débiles, mujeres, niños. Sólo dejaron varones jóvenes, los que les rendirían más en la venta del Retiro. Los demás fueron al agua. Quién sabe cómo se dejaron olvidada a Adalgisa, arañita negra, puro huesito y ojos de miedo, debe habérseles quedado escondida en algún rincón, y por alguna razón Carlos se la trajo. Llegó a casa prendida de los brazos del mulato que siempre lo acompañaba en los viajes, y fue dejada a cargo de las otras negras del servicio de casa. El ama de leche de las niñas la amamantó como si fuese un bebé más, a pesar de que tendría como cinco años. Yo creo que por eso salió adelante. La hicimos bautizar, pero nadie la llamaba por su nombre cristiano. Las negras le pusieron Adalgisa, y le deben haber enseñado las canciones y la religión de África.
Extraña influencia tenía en Carlos. Él no se sentía cómodo en su presencia, casi no hablaba cuando estaba ella. Raro, porque tenía una tendencia a moralizar y enseñar, las buenas costumbres, la honradez, la verdad, el amor al prójimo, ser buen vecino, ser buen cristiano. Mis nietas, Rosario y yo escuchábamos aburridas esa repetición, pero si llegaba a entrar Adalgisa, cambiaba el tema, les preguntaba a las hijas cómo andaban con las lecciones de piano, o nos preguntaba qué que comeríamos hoy, o del caballo nuevo que compraría para el coche.
A las mujeres no se nos hablaba de las actividades comerciales. Los hombres se reunían y hacían sus negocios a solas, en el escritorio, pero las negras iban y venían, sirviendo las bebidas, casi invisibles. Y parecía que no entendían nada. Pero las lavanderas sabían todo, se enteraban de todo.
Mucho tiempo después que se fuera Adalgisa, nos enteramos por ellas porqué se fue. Ella nos había dicho que se casaba con Benito, que había podido juntar los cuatrocientos pesos para pagar su libertad.
Pero las lavanderas sabían todo. Carlos, tan fuerte, tan católico, que nunca le tuvo miedo a la ley, le tenía miedo al vudú. Y estaba convencido del poder de la negra, por eso tenía miedo hasta de venderla, como siempre quiso. Él creía que sus dolores de estómago habían sido producidas por ella y sus muñecos pinchados, sus velas. Y cuando ella fue al escritorio la última vez, le pidió la libertad para casarse con Benito, le pidió que le pusiera una casa en los arrabales, y una renta mensual, Carlos, de muy mal humor, se lo concedió.
- Y además, Don Calos, usté no me le pega más a doña Rosario – dicen que le dijo – Yo sé muchas cosas de usté, del contrabando, de la aduana, que no le conviene que se sepan. Pero quédese tranquilo, que si usté se porta bien, no hablá más encantamiento.
Carlos está mucho más tranquilo, no tiene tanto dolor de estómago. Rosario no llora más. Extrañamos mucho a Adalgisa, pero cada tanto, cuando no está mi hijo, mandamos el coche a buscarla, y pasamos la tarde escuchando los chismes de las lavanderas.