miércoles, 27 de abril de 2011

VIENTO DE LA PATAGONIA

VIENTO DE LA PATAGONIA

– La playa era desolada y fría en la Patagonia – dijo – y el viento hacía que la arena nos pinchara la cara con mil agujas, en ese atardecer desamparado y lleno de nubes negras.
Veíamos las grutas oscuras, y las mujeres tuvimos mucho miedo. No sé qué era peor, si las raciones de hambre en el barco, el mareo, o esta helada desolación arenosa. Estábamos todos mudos, menos mi hermano Val, que cantaba una canción de la iglesia, ajeno al viento, al frío y a nosotros. John me apretó el hombro, como para darme la seguridad de la que se sentía responsable. También él se preguntaría si habían hecho bien en traernos tan lejos de Gales, si no hubiera sido buena idea venir los hombres solos primero, sin las familias...
Parry y Jones habían venido antes a inspeccionar, y habían hecho casillas cavando en la roca blanda, usando maderas que llevaron y materiales traídos de Patagones. Éramos más de cien. Tuvimos que hacer más casillas, usando la madera del Mimosa. Cuando lo empezaron a desarmar, me puse a llorar en silencio, y vi que otras lloraban también. Era el lazo con la tierra de nuestros padres que estaban serruchando.
John decía que cualquier cosa era mejor que quedarnos en Gales, donde los ingleses ya nos habían quitado todo, bandera, religión, idioma. Habían matado a mi padre en la mina de carbón. Acá, me decía, empezaríamos una nueva vida, tendríamos nuestros hijos...Y yo pensaba ¿qué hijos? Pocos encuentros teníamos. Mi esposo era mucho mayor, con su barba frondosa, su ternura de padre, y yo escapaba todo lo que podía, en las noches largas, a ese hombre con el que me habían casado. Eso sería el amor, pensaba. Y así pensábamos casi todas, el amor era eso, estar al lado de un hombre trabajador, tener hijos, y trabajar, trabajar.
En Gales, los hombres sabían de minas, y las mujeres cultivábamos nuestras huertas, pero en un campo verde ¿Adónde habíamos caído? A este lugar helado, de vientos inhabitables, de agua escasísima. El reverendo Jones nos hablaba de la fe que debíamos tener, pero el día anterior a nuestra llegada, en el barco había fallecido el bebé de Hannah apenas nacido, y todos los ánimos estaban caídos. Lo enterramos en la arena, cerca de las casillas. Cuando estuviera construida la pequeña iglesia, lo pasaríamos al cementerio.
El único que no lloraba, porque quizás no entendía era mi hermano Val, que me seguía a todas partes, mi madre lo había acostumbrado, para que me cuidase o para que no se perdiese, qué gracia, él, que era retrasado, era el que encontraba todo. Lo llevaban si se perdía un caballo, si se perdía un sombrero. ¿Mary, me prestas a tu hermano? Y yo se los prestaba, para descansar un poco de esa presencia constante en mi vida, siempre atrás de mis talones, sin hablar, porque no había aprendido y era más alto que yo. No había aprendido a hablar, pero repetía las canciones de la iglesia con una voz dulce y sedante, y una sonrisa, por eso en el entierro, todos llorábamos menos él. Desde que murió mamá él vino a vivir conmigo, y John le tenía mucha paciencia. Dormía arriba del establo. Val me seguía a buscar agua, cantando, las tres leguas, y traíamos dos baldes llenos cada uno. Era el trabajo de las mujeres, pero ese día encontramos a Daniel en el pozo. Su mujer se había caído del caballo, se había roto la pierna, y había perdido a su bebé, así que él venía con los baldes, antes de salir al campo. Cuando nos vio llegar, se puso la camisa que se había sacado, y yo esperé para acercarme. El sol brilló en sus dientes cuando sonrió, brilló en el sudor de su cara, en el celeste aguado de sus ojos, y tan cerca, cuando me ayudó a bajar el balde, en los pelos rubios de sus brazos. Se escuchaba el metal contra la cadena, y la voz azul de mi hermano como si yo tuviera los oídos tapados, tan lejos. Mi corazón parecía haber logrado un ritmo propio, una vida propia, y mis pensamientos no me obedecían, por eso no podía pensar en su mujer en reposo, ni en el reverendo Jones, ni en mi marido...Fue solo un momento, pero fue el primero. Sentí mi cara caliente y roja, tomé mis baldes y le dí los de Val, lo saludé con los ojos bajos y emprendí el regreso.
No sabía qué me pasaba, empecé a pensar en él en todo momento. Creo que lo invocaba, porque me lo cruzaba a cada rato, y me miraba como adivinando mis pensamientos, y la sonrisa traía el sol. Su mujer mejoraba, pero todavía no podía cargar peso, así que nos demorábamos en el pozo cuando no había nadie. Cada vez íbamos más temprano. Solamente Val con nosotros. Veía a Daniel en la capilla los domingos, sus ojos, tan cerca y tan lejos, y de fondo, siempre la voz de Val, en la iglesia acompañando al armonio, en mi casa, en el pozo, en el camino.
Empecé a pensar cómo impedir que mi hermano viniese conmigo. Una mañana escondí sus botas en una cueva entre las rocas, y salí apurada con mis baldes. ¡Qué tonta, esconderle algo a Val! No había hecho ni una legua, cuando escuché su voz lejana, cantando su persecución. Otro día lo dejé encerrado en el granero chico, que estaba más alejado de las casillas. Para evitar que cantara y alertara a la gente, até al perro grande junto a la puerta. Val le temía, porque una vez lo había mordido. No pensé cómo iba a explicar el encierro, solamente volé al pozo, ya era la hora en que Daniel iba a buscar el agua, y quizás temprano no hubiera otra gente. Así fue, estaba solo, y nos sentamos a hablar. Educadamente, ¿está mejor tu esposa? Recuperándose, gracias, ¿y tu hermano no vino hoy? No, quedó trabajando en casa. Nuestros ojos se encontraban a mitad de camino queriendo decir mil cosas, ¿te puedo ayudar con el balde? Y su mano sobre la mía, caliente sobre frío metal. Gracias, eres muy amable, y eso fue todo, porque Val apareció cantando y llorando porque el perro lo había vuelto a morder, y a mí no me importaba nada, sólo quería que desapareciera.
No me reconocía. No me importaba Dios, mi marido, mi hermano, sólo quería cruzarme con él, un minuto de sus ojos me llenaba el día, tenía la mente nublada. Y creo que a él le pasaba lo mismo. Yo no sabía qué era el amor antes. Ahora lo sabía, y este amor había muerto antes de nacer, yo era de mi esposo, él de su mujer, y en esta tierra árida, ventosa y marrón, deberíamos vivir para siempre mirándonos de lejos. O de cerca, porque el contacto de su mano fue como la carne de hombre para los pumas que acechaban cerca de Madryn. Quería más.
A mi gente comenzaron a desaparecerles cosas. Una azada. ¿Mary, me prestas a tu hermano? Val nunca había sido tan popular. Creo que se daba cuenta de que era necesario, pobre hermano mío, tan feliz. Ni bien salía, yo me iba al pozo con mi balde, con esperanzas de encontrar a Daniel. A veces lo encontraba. Pero nuestros encuentros eran breves, Val no tardaba mucho, aunque yo enterrara las cosas.
El día en el que desapareció la biblia del pastor Jones, supe que Val iba a tardar más en encontrarla. Nunca se animaba a acercarse tanto al lugar donde ataban a los perros.
Hacía mucho frío, la arena azotaba la aridez marrón, el asa del balde me helaba la mano, pero mi pecho guardaba tambores.
Daniel no estaba. En su lugar, su mujer, repuesta, llenaba el balde, mientras el viento le arremolinaba la falda.

2º PREMIO GAYMAN 2009

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