martes, 26 de enero de 2010

ANTONIETA

Antonieta
(Antología Concurso Internacional de Cuento Breve, Méjico, agosto 2008)
Antonieta

Pobre Tieta, estás acá en el cajón y cada tanto alguien se te acerca. Sólo se te ve la cara y las manos. No hay mucha gente en el salón. Tu hermana, tu sobrino, alguna gente que no conozco, algunos ancianos, como yo, del geriátrico. En un rincón, con la mirada perdida en el piso, un anciano moreno, y robusto, melena blanca, bigotes y labios gruesos, llora en silencio. Tiene una camisa guayabera de colores.
A mí me entretenía mucho escucharte hablar cuando venía Leonora a verte, casi la única, aparte de Ricardo tu sobrino, que te visitaban en el geriátrico. Mi hijastra, decías, hija del primer matrimonio de mi marido.
Leonora casi no hablaba, asentía, te sonreía, porque a vos te gustaba hablar, y como escasamente escuchabas, era inútil.
A pesar de que repetías todo muchas veces, era interesante porque lo contabas con variaciones, con agregados. A mi me encantaba sentarme cerca, escuchaba todo e intentaba adivinar cuál era el relato verdadero. No hay mucho que hacer en un geriátrico, y no se puede hablar con todos. Somos dos o tres los que estamos más o menos lúcidos, así que no importaba la gravedad o ligereza de los hechos, nadie juzgaba.
Así que yo me dedicaba a sentarme cerca de ustedes a tejer y escuchar los cuentos, haciéndome la desentendida para no parecer una chusma. Después armaba en mi cabeza el rompecabezas difícil, porque saltabas épocas, volvías a sus tiempos de pastora de cabras en Agreste, cuando tenías qué, trece, catorce años, mirando con un desasosiego nuevo al chivo Inacio montar a las cabritas. Era la época en que le escapabas a la escuela y al bastón de tu padre, en que preferías el monte y la libertad, a los trabajos de tu casa y a la religiosidad áspera de Perpetua, que hacía de madre con satisfacción de mando.
En este momento, Perpetua se acerca al cajón, se pone frente a mí, y me mira con aires de dueña. Mira también al anciano que llora en el rincón. Desentona su camisa colorida.
Otros días hablabas de tus pupilas en San Pablo. Al principio creí que eras profesora, maestra, pero como tus pupilas te decían “madame”, fui tejiendo la otra historia, la que vino después de tus escapadas nocturnas por la ventana para encontrarte con el vendedor ambulante que te hizo mujer en el monte, a la fuerza y no, porque ansiabas el momento y no. Perpetua te delató a tu padre, y Zé Estéves te dio tantos golpes con el bastón que se le partió, antes de echarte a la calle, de que el vendedor ambulante te llevara a San Pablo y te dejara allí. Tan joven, tan hermosa, tan pobre.
¿Qué era verdad y qué fantasía de lo que contabas? Que hiciste tanto dinero en San Pablo que podías enviar un sobre todos los meses a tu padre y a Perpetua para sus gastos. Que ellos creían que estabas casada con el comendador Cantarelli. Antonieta Esteves Cantarelli, decía Ze Estevez, llenándose la boca con tu nombre, y alabando tu generosidad de hija, poniendo celosa a Perpetua. Habían perdonado tu afrenta de cabrita desatada, gracias al sobre mensual.
Otros días hablabas de tu sobrino Ricardo, el hijo de Perpetua, a quien pagabas los gastos del seminario. Mi curita, le dijiste cuando te recibió en la parada del colectivo, el día en que después de veinte años, volviste a Agreste. Ricardo estaba de vacaciones en su casa, y dormía en el dormitorio contiguo al que te destinaron.
Ricardo está ahora junto al cajón, llorando, y te pone una flor blanca en las manos blancas. Veo un rapidísimo fulgor de odio en sus ojos cuando ve al anciano de bigotes, que lo mira.
¡Cómo hablabas de Ricardo! Con tristeza y con amor, con pasión y culpa que no era tanta por vos, sino por la confusión de él, debatiéndose entre el amor y el deseo a su tía, y el fin de su vocación religiosa, inculcada por su madre a causa de una promesa que había hecho, y que ya no se acordaba porqué. Ganaron el amor y el deseo, y él y vos hacían viajes en el ómnibus hacia la ciudad cercana, y vivían un fin de semana encerrados en un hotel, hasta que Ricardo dejó el seminario.
Perpetua nunca te lo perdonó, Tieta, pero seguía aceptando su sobre.
Entonces hoy deduzco mucho odio. Por eso lo miran al anciano, que provocó tu violación por el viajante, que te echó del pueblo de Agreste, que creó la casa de citas en que fuiste madama en San Pablo, que te indujo al amor a Ricardo, tía y sobrino seminarista, qué pecado.
Ahora llora, Jorge Amado, en el rincón, con su guayabera de colores.

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