martes, 26 de enero de 2010

Los quietos

LOS QUIETOS
(Primer premio Concurso Roberto Fontanarrosa, febrero 2009)

Cuando en Cerro Nuevo descubrieron que el taxidermista había embalsamado a su mujer, fue un escándalo. Mi mamá todavía se acuerda de la investigación, y que fue declarado inocente, porque Magda, la chica de la limpieza, había declarado que la pobre Balbina murió cuando ella la acompañaba, y el señor no quiso llamar al médico. En ese momento, él les dijo a todos que la había internado en un hospital en Barragán, donde vivía la hermana, que la cuidaría. Y cada tanto él iría a verla.
Lo cierto era que la había embalsamado sentada en el costado derecho del sillón, con el saconcito tejido por ella, la pollera de tweed, las medias de lana y las pantuflas. Desde debajo de los brazos aparecían las agujas de tejer, de donde colgaba el pullover empezado. La cara estaba inclinada mirando el tejido, con una semisonrisa. Él se sentaba a la izquierda, como siempre, a mirar televisión. De vez en cuando le comentaba algo del noticiero, y cuando gritaba un gol de Boca, le palmeaba la pierna. Con cuidado, después de que la primera vez le hizo volar las agujas, y tuvo que rearmar los puntos del pullover.
Cómo hizo el abogado para convencer a todos de que no era punible, no sé, pero cuando murió Antonio, el jubilado del Correo, su mujer habló con el taxidermista (Taxi, le decían), éste habló con el abogado, el abogado con no sé quién, y le dieron permiso para embalsamarlo así, como estaba siempre, en el costado del sillón, con el control remoto en una mano, serio, y el vaso de vino en la otra. Ella decía que le hacía compañía, que era como si no se hubiera muerto, y que de todos modos, nunca le hablaba mucho.
Se puso de moda tener un Quieto en las casas. A la abuela de Romi la pusieron en una silla hamaca, y hasta el gato le saltaba a la falda a dormir.
A don Roque lo embalsamaron podando la enredadera, como le gustaba, pero era trabajoso para la pobre mujer entrarlo y sacarlo cuando había mal tiempo. Taxi le adosó unas rueditas para poder empujarlo al garage, cuando entraba las jaulitas. Ahí quedaba, al lado del viejo auto, con la tijera de podar hacia arriba. A veces la mujer se olvidaba de sacar los pajaritos y a él. Así se le murieron los jilgueros, pero los hizo embalsamar y se los ponía en los hombros a don Roque cuando lo sacaba a podar.
Como Taxi no daba abasto, empezó a enseñar su técnica. Su trabajo era muy cotizado, venían a buscarlo hasta desde Buenos Aires. Él no quería viajar, prefería que le trajeran los cuerpos, y los preparaba en su taller. Nos dejaba verlos. Terminábamos de jugar en la canchita, y nos íbamos allá. Había hombres jugando al golf, regando las plantas, sentados escribiendo en un escritorio, señoras lavando platos, acostadas leyendo en una cama. La que más nos gustó, una rubia atlética, tostada, con vincha y raqueta de tenis, la pollerita un poco levantada porque estaba con un pie en el suelo y el otro en el aire. Estuvo un tiempo en el taller, porque el marido, cada vez que venía de Buenos Aires a buscarla, se volvía, solo, en un ataque de llanto.
El que no tenía un Quieto en la casa, quería tenerlo. Empezamos a hacer planes, cómo nos gustaría que nos embalsamaran, hicimos círculos de ahorro previo, pagábamos cuotas.
Los López ni así. Cuando murió Ema, le pidieron a Taxi que les fiara el trabajo, pero él ya no hacía beneficencia, los remitió a los nuevos embalsamadores, que cobraban al contado. Entonces compraron un freezer usado, y la guardaron. Ella siempre quiso conocer la nieve, entonces la pusieron agachadita como esquiando para que entrara en el freezer.
Taxi se había vuelto a casar con su mucama, que tan fiel había sido con su esposa. Por supuesto, no faltaron los malpensados, que claro, que la mujer era mayor que él, que la mucama joven, pero fueron pocos, porque casi todos tenían un Quieto muy bien hecho por el embalsamador, y planeaban tener más. Ni siquiera protestaron cuando el gasista que fue a lo de Taxi un día, comentó que habían movido a la pobre Balbina al hall de entrada, y la usaban para colgar el paraguas, o la gorra de Taxi. El sillón lo usaba Magda ahora, que ya no era mucama, pero nunca quiso tener una. Era una chica muy despierta, que aprendió rápido las técnicas de taxidermia.
Los problemas empezaron años más tarde. La viuda del jubilado del correo falleció, no tenían hijos, y nadie sabía qué hacer con el Quieto, que seguía empuñando el control remoto y el vaso de vino. Lo pusieron provisoriamente en un galpón de la Municipalidad, donde también había ido a parar Balbina. Pero un año después, el galpón parecía una exposición de estatuas. Al año siguiente parecía un recital, todavía los acomodaban en sus posiciones, pero ahora ya parecen los depósitos de un post-carnaval, amontonados los muñecos como vienen.
Menos mal que los municipales son creativos para recaudar fondos. Hay veces en que las obras de teatro, las conferencias, los actos políticos no atraen a mucha gente. Ahora se ven, en algunas reuniones, gente muy quieta.
Ayer mismo, en un noticiero, lo vi a Taxi muy quieto, cortando el tránsito con los piqueteros. Magda ya nos había contado que él la había abandonado en esa gran casa, y que se había ido a vivir a Buenos Aires.

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