martes, 26 de enero de 2010

MI APORTE A LA CIENCIA
(Primer premio Biblioteca Municipal El Talar, Pacheco, octubre de 2008)

Quizás si me esfuerzo les llegue mi pensamiento, santos en comunión. A ustedes que, como yo, han dado la vida por los demás. ¿Me escuchan? ¿Tratan de comunicarse?
Parada en el medio de la sala oscura, en posición de guardia, mi florete hacia delante, solo escucho el ruido de aire acondicionado que cuida nuestra conservación. Hans me explicaba todo en detalle. Me siento sola, a pesar de que ustedes están aquí, quietos como yo, esperando, como yo, las primeras luces, al hombre de seguridad que abre las puertas para que entre la gente. La gente es la que nos da sentido a las estatuas, a las de mármol y a nosotros, estatuas plastinadas, con nuestro interior desplegado y expuesto en forma de rutas rojas y azules.
Hans Muller, miembro del equipo de Gunther von Hagens – se presentó el día en que me vino a visitar a la clínica donde estaba internada, para hacerme nuevamente los análisis. Lo primero que llamaba la atención eran sus ojos azules, iluminados por pestañas doradas como su pelo crespo. Y lo segundo, sus manos manchadas de un color rojizo anaranjado, como si hubiera estado pintando. Yo había escuchado hablar de los trabajos de von Hagens sobre plastinación, pero no había ido a la muestra. En realidad, desde que había llegado a Alemania, el tiempo libre que me dejaba mi trabajo lo usaba para mis clases de esgrima.
¿Me escuchan ustedes? ¿Tratan de comunicarse también conmigo?
Amé a Hans con toda mi intimidad. Penetraba por mis venas, rodaba por mi sangre, mis pulmones azules respiraban su aroma rubio y mis túneles auditivos amasaban sus ich liebe dich, que resbalaban hacia mis papilas y entraban de nuevo a formar parte de mis glóbulos. Ambos sabíamos que lo nuestro sería breve, no hay operaciones que curen mi enfermedad, y no me lo ocultó. Yo lo vivía como una gozosa despedida.
Me acompañó a mis últimas clases de esgrima. Ya mis fuerzas no me permitían sostener la defensa. Pero le fascinaba verme hacer los movimientos largos, y ya en mi casa, me pedía que posara como una esgrimista, desnuda, mientras me dibujaba.
Y un día, con entusiasmo, decidió que me inmortalizaría en la posición de guardia. Esa era la que más le interesaba: el cuerpo ligeramente ladeado, los pies abiertos al ancho de las caderas, rodillas semiflexionadas, la pierna derecha adelante, el brazo derecho con el florete, separado del cuerpo, apuntando hacia delante. El izquierdo hacia atrás y hacia arriba. Me dibujaba otra vez. Me eternizaría así.
¿Qué veía en mí? ¿Vería mi cuerpo real, o solo un amasijo de músculos, vísceras y huesos? Cuando hacíamos el amor, no podía dejar de preguntarme si sus manos me deseaban o solo tanteaban mi estructura, mi musculación, la prominencia de mis arterias.
No le costó convencerme de la donación de mi cuerpo, yo ya era suya por completo, y juró que algún día estaría conmigo. Salvo mis sobrinos de Buenos Aires, que estaban tan poco interesados en mí como yo en ellos, no tenía otra familia. Cuando les escribí contándoles de mi aporte a la ciencia médica, de mi deseo de trascendencia, ni me contestaron.
¿Me escuchan? ¿Ustedes tampoco tuvieron familias? ¿Están mejor acá que en la cárcel de China? ¿Acaso fueron consultados sobre la donación de sus cuerpos?
Hans se sentía socio de Da Vinci y de Vesalio, de Albinus y de Fragonard. En el universo todos somos uno. Sus elevados ideales lo separaban de Von Hagens, que, según él, era ambicioso y egoísta, todo lo hacía por el comercio, las exposiciones y por la fama personal, y que se creía un iluminado. Yo sospechaba que Hans incubaba un gran huevo de envidia. Me decía que había aprendido mucho de su jefe, es verdad, pero abrevaba de otras fuentes también, y desarrollaba sus propias teorías y experimentos.
Me contaba que experimentaba con materiales que permitían flexibilidad natural en los cuerpos.
¿Piensan ustedes, sienten ustedes, como yo?
Von Hagens lo despidió, enojado por alguna razón que Hans no me explicó. En medio de la crisis, me dijo que ésta era su oportunidad: quería ir a vivir en Dalian. Yo sólo quería estar con él, así que acepté ir a China. Dinero no le faltaba para sus experimentos. ¿Porqué Dalian?, le pregunté. Vagamente, contestó algo sobre la facilidad de instalar el laboratorio sin pagar impuestos tan altos. Luego me di cuenta de que Dalian estaba muy cerca de las dos cárceles.
Yo casi no salía ya, así que me daba lo mismo un departamento en Alemania o en China. Él me aplicaba las inyecciones que me había ordenado el médico, creo que solamente para que no sufriera, y en verdad, me sumían en un semi-sueño en el que no sabía distinguir la realidad de las fantasías, no sabía si el color rojizo/anaranjado de la medicación que me inyectaba era la misma que me había recetado el médico.
Un día me llevó al laboratorio donde tenía perros y gatos dormidos en caniles. Me explicaba su experimento revolucionario: aplicar los polímeros cuando el animal todavía estaba vivo. Así el corazón lo bombeaba a todas las venas y se lograba una flexibilidad maleable. Era indoloro, decía, mientras me hacía la demostración en esa masa peluda que respiraba lentamente, yo tra vez se manchaba las manos con el colorante del polímero, que tardaba días en borrarse.
Realmente habrán donado sus cuerpos ustedes, amigos chinos? ¿Para una eternidad didáctica, para evitar el entierro, para evitar la desintegración o la cremación?
¿O habrán sido donados por esos dos funcionarios chinos que vinieron a ver a Hans para ofrecerle cuerpos de la cárcel de Dalian?El último recuerdo de Hans es dulce. Se me acercó, con la aguja en la mano, sonriéndome. Adiós, me dijo, y yo pensaba entre sueños en la comunión de los santos, la plastinación de la carne, y la vida perdurable.

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