martes, 26 de enero de 2010

LAVANDERAS
(Primer premio SADE Lanús 2009)

Las lavanderas saben todo.
A Mercedes y a Josefina les gustaban los días de lluvia, porque Adalgisa no iba a lavar al río. No hacía falta decirle que les cebara mate en la salita, traía la bandeja de plata preparada, se sentaba en la banqueta y empezaba a hablar. Los ojos saltones blanqueaban su negrura cuando los revoleaba. Se reía con una sonrisa roja y blanca que le dividía la cara en dos partes. No podían dejar de mirarla, pendientes de sus palabras. Y a pesar de que los negros no eran importantes para la mayoría de la gente, acá, desocupada, yo tengo tiempo de pensar mucho, y me preguntaba qué sentiría, si se habría olvidado de sus padres, de su país, porque siempre estaba contenta y daba gusto estar con ella. Las negras que teníamos eran buenas, sobre todo las que habían sido amas de leche se encariñaban mucho con los niños.
Rosario también la escuchaba ávida. Esos días se rompía la monotonía de la casa grande, chismes, comentarios, risas, pero siempre le recomendaba que fuera discreta con lo que pasaba en la casa.
- ¡Ay, mamá, si acá no pasa nada! – le decían mis nietas, entre risas.
Yo no intervenía. Sentada en mi butaca, sin poder moverme por mis piernas, tenía lástima de mi pobre nuera, y hacía como que no me daba cuenta de sus ojos enrojecidos de llorar. En la familia no se hablaba de esto. Carlos cambió mucho desde ese último viaje que hizo, y ya van muchos años de esto. A pesar de que nadie le daba importancia a las negras, que iban y venían, atareadas por la casa, a ella la habían visto muchas veces llorar sola en la sala de costura. Nadie le preguntaba tampoco sobre los moretones que a veces tenía en los brazos. En pleno verano ella andaba con el mantón puesto para disimular, pero había noches que se escuchaba de mi dormitorio los gritos de Carlos, y yo sufría. ¿Qué había hecho Rosario para merecer esto? Yo sospechaba que mi hijo descargaba sus furias en ella porque era sumisa, no porque mereciera nada.
Rosario no creía en los encantamientos africanos, era muy devota de la Vírgen de la Merced, y el cura las prevenía en misa de esas brujerías. Y las negras eran obligadas a escuchar misa los domingos.
Cuando Adalgisa contó que los Aguirre Cowley habían hecho traer vajilla de loza de Europa, y ella le sugirió a Carlos que no era igual la platería, mi hijo se rió y le dijo que no les hacía falta. Rosario habló con Adalgisa.
- Quédese tranquila, amita, yo me encargo de don Calos.
Calos le decía ella.
La negra no prendía velas ni nada de eso. Se limitaba a entrar en la biblioteca cuando Carlos estaba solo, y salía al poco tiempo con su gran sonrisa de sandía. Él salía de muy mal humor. Pero en unos meses, los platos de loza inglesa relucían en la mesa.
Cuando Adalgisa contó que el sastre les ponía municiones aplastadas a martillo en el ruedo de los vestidos de las de Álzaga, para que no se levantaran cuando caminaban, también hubo que recurrir a la negra para cambiar de sastre. Carlos siempre decía que no al principio, pero la negra le “hacía el encantamiento”, como ella decía, y lograba el cambio.
Todavía me acuerdo cómo llegó Adalgisa. Fue en el último viaje que hizo Carlos como capitán. Y me enteré de los detalles por las lavanderas, que saben todo, porque a las mujeres no se nos contaban estas cosas.
Ya se había prohibido el comercio de negros en el Río de la Plata, pero Carlos tenía amigos en la Aduana, por algo era una persona importante. Pero su negocio era el contrabando. El barco traía negros y mercancías: diamantes de Africa, plata del Alto Perú, todo lo que pudieron cargar. Los negros, grandes y chicos, hacinados en las bodegas, la mayoría enfermos por el largo viaje, la temperatura, el amontonamiento, la suciedad, encadenados. Siempre se anunciaba un barco negrero, por el olor que, desde el mar, llegaba a Buenos Aires. Cuando encallaron, sabían que llegaría un barco del puerto de Buenos Aires a rescatarlos, y eso no le convenía a Carlos. Se sabría del contrabando, y no le servirían sus influencias para evitar el castigo y la deshonra. Se tenían que deshacer de parte de la carga para desencallar el barco y seguir, primero a Montevideo, y luego a Buenos Aires. Y entre los negros y la otra mercadería, Carlos decidió eliminar a los negros, que le rendirían mucha menos ganancia. Fue un caos, los esclavos no sabían qué pasaba, desencadenaron a los más débiles, mujeres, niños. Sólo dejaron varones jóvenes, los que les rendirían más en la venta del Retiro. Los demás fueron al agua. Quién sabe cómo se dejaron olvidada a Adalgisa, arañita negra, puro huesito y ojos de miedo, debe habérseles quedado escondida en algún rincón, y por alguna razón Carlos se la trajo. Llegó a casa prendida de los brazos del mulato que siempre lo acompañaba en los viajes, y fue dejada a cargo de las otras negras del servicio de casa. El ama de leche de las niñas la amamantó como si fuese un bebé más, a pesar de que tendría como cinco años. Yo creo que por eso salió adelante. La hicimos bautizar, pero nadie la llamaba por su nombre cristiano. Las negras le pusieron Adalgisa, y le deben haber enseñado las canciones y la religión de África.
Extraña influencia tenía en Carlos. Él no se sentía cómodo en su presencia, casi no hablaba cuando estaba ella. Raro, porque tenía una tendencia a moralizar y enseñar, las buenas costumbres, la honradez, la verdad, el amor al prójimo, ser buen vecino, ser buen cristiano. Mis nietas, Rosario y yo escuchábamos aburridas esa repetición, pero si llegaba a entrar Adalgisa, cambiaba el tema, les preguntaba a las hijas cómo andaban con las lecciones de piano, o nos preguntaba qué que comeríamos hoy, o del caballo nuevo que compraría para el coche.
A las mujeres no se nos hablaba de las actividades comerciales. Los hombres se reunían y hacían sus negocios a solas, en el escritorio, pero las negras iban y venían, sirviendo las bebidas, casi invisibles. Y parecía que no entendían nada. Pero las lavanderas sabían todo, se enteraban de todo.
Mucho tiempo después que se fuera Adalgisa, nos enteramos por ellas porqué se fue. Ella nos había dicho que se casaba con Benito, que había podido juntar los cuatrocientos pesos para pagar su libertad.
Pero las lavanderas sabían todo. Carlos, tan fuerte, tan católico, que nunca le tuvo miedo a la ley, le tenía miedo al vudú. Y estaba convencido del poder de la negra, por eso tenía miedo hasta de venderla, como siempre quiso. Él creía que sus dolores de estómago habían sido producidas por ella y sus muñecos pinchados, sus velas. Y cuando ella fue al escritorio la última vez, le pidió la libertad para casarse con Benito, le pidió que le pusiera una casa en los arrabales, y una renta mensual, Carlos, de muy mal humor, se lo concedió.
- Y además, Don Calos, usté no me le pega más a doña Rosario – dicen que le dijo – Yo sé muchas cosas de usté, del contrabando, de la aduana, que no le conviene que se sepan. Pero quédese tranquilo, que si usté se porta bien, no hablá más encantamiento.
Carlos está mucho más tranquilo, no tiene tanto dolor de estómago. Rosario no llora más. Extrañamos mucho a Adalgisa, pero cada tanto, cuando no está mi hijo, mandamos el coche a buscarla, y pasamos la tarde escuchando los chismes de las lavanderas.

3 comentarios:

  1. Un saludo desde España, Gloria.
    Espero que me invites a tus nuevos aportes a este blog.

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  2. Gloria, muy bueno!!!... Merecido el premio. Felcitaciones, amiga! Marta Julia Ravizzi

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